Evidentemente, no acepté el leotardo de George. El sujeto me había comenzado a agradar —sobre todo porque parecía no guardar ningún interés sombrío con Rouse—, sin embargo, mi grado de confianza no llegaba a tales extremos.
Y no tenía en azul.
El salón de baile era enorme. Tenía grandes espejos panorámicos, pero no era mejor que el salón que Rouse tenía en su local.
La diferencia era que este salón tenía paredes de cristal y estaba en medio de un gimnasio donde las personas del exterior podían vernos.
El reto había corrido como la pólvora. La mayoría allí parecía conocer a Rouse y los roces que tenía con la dueña, así que todos habían dejado de lado sus rutinas de ejercicio para ver desde afuera la batalla.
Al parecer, no era el único que reconocía un duelo de titanes cuando lo veía.
Miré a nuestros contrincantes. La mujer de setenta años tenía a tres señoras más detrás de ella.
Estaba seguro de que esas tres mujeres habían sido testigos de la primera bombilla eléctrica de la ciudad.
¡Estaban muy viejitas!
—No las subestimes —comentó Rouse mientras estiraba sus brazos para calentar junto con los chicos. Veía a las ancianas como si fuesen sus peores enemigas—. Respiran cardio dance, comen cardio dance y viven por el cardio dance.
—Literalmente.
—Hablo en serio, señor Donovan. Tenemos que ser precavidos —tronó su cuello y señaló a una de las mujeres para luego pasar su dedo pulgar por el cuello. En respuesta, la mujer simuló estar tejiendo con sus manos mientras usaba de “agujetas” sus dos dedos medios.
¿En qué lugar me había metido?
Sabía muy bien que no debía subestimar a la tercera edad. ¡Un anciano había entrado a robar a mi casa, por todos los cielos!
—¡Bien, bien, hermosuras! —George aplaudió para llamar su atención, poniéndose en medio del salón—. ¡Comencemos con el maratón de cardio dance! Seré su coach esta noche y su juez imparcial. El reto consiste en bailar durante tres horas, sin detenerse. Durante esas tres horas habrá diferentes ritmos musicales y diez minutos de descanso por cada hora. Si pasan las tres horas y aún no hay un ganador, entonces habrá muerte súbita.
—Me rindo. Perdí —Micael alzó sus manos en rendición. Lo jalé levemente del cuello de la camisa para que no se fuera a ningún lado. Si yo caía, él también lo haría. La única que se veía entusiasmada y feliz era Cindy.
Nos alineamos frente a George. El equipo de la anciana estaba en el extremo derecho. Nosotros en el contrario. La primera canción que comenzó a sonar —no me sorprendió— fue un reguetón intenso. George comenzó a sacar y meter su pecho vehementemente. Era bueno moviéndose y al ver su madre comprendí de dónde lo había sacado.
Por mi parte, no era tan bueno en los bailes que no fueran… ¿cómo decirlo?
Roce con mujeres.
Los bailes de cintura se me daban muy bien, pero no podía decir lo mismo con el resto de mi cuerpo. Parecía que cada extremidad estaba en constante guerra para ver quien coordinaba y quién no, así que aquel reto se estaba convirtiendo en un vergonzoso suplicio, sobre todo cuando Cindy y Micael iban tan sincronizados con Rouse.
La letra de “Taki taki rumba”, resonaba en mis oídos. Las cinturas de mis compañeros de baile iban sorprendentemente al ritmo de un flow —debo admitir—bastante pegajoso.
Las señoras también se movían muy bien. Para el primer descanso, había podido alcanzar a ver una parte del gimnasio. Para el segundo, lo único que pude ver fueron muchas cabezas y celulares. El resto del gimnasio, e incluso personas que no habían alzado una pesa en sus vidas, estaban asomados en las ventanas viendo como tres generaciones bailaban a muerte por una flor.
Me arrastré, como pude, a nuestra esquina de descanso. Micael y Cindy estaban empapados de sudor, pero se veían frescos como una lechuga. Por otro lado, yo también parecía una lechuga.
Pero una que llevaba una semana en la nevera.
—No me cae bien ese George —comentó Micael, visiblemente molesto.
—¿Por qué? —cuestioné llevando tembloroso la botella de agua a mis labios para humedecer los un poco—. ¿Acaso has notado que tiene dobles intenciones con la señorita Herrero?
—No, pero mientras bailamos, mi nombre es el que más dice. ¡No deja de animarme! Como si creyera que por no tener una pierna no soy capaz de resistir este reto… ¡Pues ya verá ese musculoso sin cerebro!
Sonreí. Me alegró ver que Micael veía aquel gesto como una motivación y no como un agravio hacia su persona. Rouse le estaba enseñando bien.
Por mi parte, apenas podía respirar sin que me dolieran las costillas. Mi dolor fue temporalmente olvidado cuando vi a mi loca empleada. Estaba sudorosa y, aunque estaba igual de cansada que nosotros, se esforzó por mantener la compostura y tener a raya su respiración agitada. Apenas y podía verse su pecho elevándose rápidamente.
Nadie podía verse bien estando sudoroso, pero Rouse Herrero parecía ser la condenada excepción a la regla.
Cómo la detestaba.
Si estaba perdiendo la bilis en esa pista, era por Micael y nada más.
Se sentó y tomó un poco de agua en una de las esquinas. Hizo una mueca de dolor. Fue una milésima de segundo, pero pude verla.
Me acerqué, preocupado. Ella no notó mi presencia, así que masajeó levemente la parte interna de su rodilla. Endurecí mi gesto.
Conocía la naturaleza competitiva de esa fiera mujer, pero también sabía que ella era capaz de detenerse en su límite.
Entonces, ¿por qué se estaba exigiendo a ese punto por una flor insignificante?
—Te duele —afirmé, sorprendiéndola.
Apartó su mano y se puso de pie, desenfadada.
—No es nada.
La sujeté del brazo y la obligué a sentarse de nuevo. No hizo esfuerzo por protestar, por lo que era evidente que físicamente estaba llegando al límite. Toqué la parte interna de su rodilla. Sentí un hormigueo en los dedos que ignoré drásticamente al notar lo inflamada y caliente que se encontraba la zona. Ella se apartó, como si mi contacto le repugnara. Presioné mis labios.
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Editado: 25.11.2024