En el camino de vuelta al primer piso, George se convirtió en el centro de atención de Micael. Mi hijo se había acercado avergonzado a pedirle una disculpa y el hombre, amable por naturaleza, despeinó su cabello con una afable sonrisa en respuesta.
—Qué mala pata caerse de la cama y que te amputen la pierna, ¿eh? —bromeó el jardinero, que ahora sabía, era botánico. Sonreí, divertido.
Miré de reojo a Rouse. No había dicho ni una sola palabra desde que Marta había accedido a darle la flor, pero al ver como su pupilo y el botánico se relacionaban, las comisuras de sus labios se curvaron, apenas perceptibles. No pude evitar sonreír y sentirme intrigado.
¿Acaso ella había planeado aquel encuentro?
Mientras tanto, la mujer de tercera edad estaba devastada, no dejaba de suspirar, con las esperanzas de que su antigua pupila se pusiera una mano en el corazón y le diera una de esas flores. Supongo que deseaba esa flor con todo su corazón al ser un día tan significativo para su nieta.
Herrero y yo nos quedamos en un pequeño espacio del invernadero, en espera de que George trajera las flores. Al igual que el gimnasio, las paredes del invernadero eran de vidrio templado y estaba lleno de flores que jamás había visto en mi vida. Rouse decidió hacer un recorrido mientras George y su madre iban por las flores. Me crucé de brazos y la enfrenté. Se había detenido a observar unas rosas bastante peculiares, con el contorno de los pétalos de color vino tinto y el interior de los mismos de color blanco.
—¿No puedes darle solo una? Es la boda de su nieta —sugerí.
—A mí que me interesa —dijo, observando detenidamente los pétalos de la flor. La acarició con sus dedos gráciles.
—No seas tan fría, solo es una flor.
—Una flor que me costó mucho conseguir —replicó, sin dejar de admirar a la rosa con desenfado—. Tengo un trato con George. No tengo por qué darle nada. Todos los hechos y argumentos están a mi favor. Tanto los chicos, como yo, incluso tú, nos esforzamos por conseguirlas.
—Pero es la boda de su nieta —insistí—. Además, dijiste que es George quien la cuida todos los años con mucho esmero. Al menos merece una.
—Es botánico. Cuidarla le da una enorme ventaja en sus investigaciones porque solo hay dos ejemplares de esta flor en el país y su florecimiento siempre le da mucho dinero.
—Bien. Quizá él lo haga por interés, pero su madre quiere que sea un día especial para todos.
—Repito; no me interesa.
—Fue tu primera maestra de ballet.
Dejó de acariciar los pétalos y me observó con frialdad.
—No importa cómo lo supiste, eso no tiene relevancia alguna para mí. Solo fue una maestra simplona del vecindario donde vivía —expresó sin contemplación alguna.
Empuñé mis manos.
Había olvidado la facilidad con la que Rouse Herrero desechaba a las personas de su pasado.
Estuve a punto de decirle que era una desalmada, pero fui interrumpido.
—Vaya, de todas las cosas que has dicho de mí, esa realmente ha sido la más despiadada de todas.
Marta ingresó al invernadero, luciendo tan fría como la niñera despiadada de mi hijo.
Ericka, la madre de Rouse, era la mujer más dulce que había conocido y ni hablar de su padre, Giancarlo, era la personificación de la amabilidad y la simpatía. Siempre creí que la personalidad de Rouse había sido heredada de su abuelo, un ex militar cuya personalidad fue forjada como acero en la guerra. Sin embargo, al ver a la señora Marta, supe de inmediato quien había sido su ejemplo a seguir.
—Aprendí de la mejor —afirmó Rouse, dándole fuerza a mis conjeturas.
—Eso es muy cierto, aprendiste de la mejor, así que no puedes decir que solo soy una maestra simplona de vecindario.
—Bueno, viendo que siempre criticabas mis números, incluso cuando bailé en grandes escenarios, creí que le avergonzaría que la gente supiera que fue mi maestra —replicó Rouse con frialdad—. Y eso deja mucho que desear de su enseñanza.
Marta sonrió, igual de frívola.
Esas dos mujeres eran el reflejo de la otra, incapaces de dar su brazo a torcer, criticando cada paso que daban, retándose siempre una a la otra…
Y ocultándose su afecto mutuo.
Marta le tendió ambas flores, dejándola sobre una mesa que estaba llena de otros ramos aun sin envolver. No mostró cómo aquello le afectaba. Rouse las observó, con el gesto sombrío.
—Dile a Catalina que espero que tenga un feliz matrimonio mientras dura, que firme un acuerdo prenupcial y que recuerde hacer una cuenta bancaria aparte —dijo, frívola.
—Ya se lo dije yo.
—Bien, entonces si no queda de otra, solo dile que el amor a veces no es suficiente —dejé de respirar al escucharla—. Habrá días difíciles en los que, sin duda, detestará a su esposo y querrá mandarlo al diablo, pero que solo tiene que recordar la razón por la que lo eligió y preguntarse, “¿todavía existe esa razón?”, y si, de pronto, esa razón desaparece, entonces preguntarse, “¿quiero encontrar otra razón?” —expuso. Mi piel se erizó—. Todos los días, es un nuevo día para decidir volver a abrir nuestro corazón a quienes amamos.
En el invernadero sólo pudo escucharse el sonido mecánico de las regaderas rociando los pétalos. Por alguna razón, sus palabras, lejos de conmoverme, hurgaron dolorosamente una herida que se había abierto hace poco. Fue como si aquel atisbo de confusión que me venía atormentando durante semanas, se hubiera esfumado abruptamente.
—Y para cerrarlo a quienes no. Y con eso, no volverlo a abrir jamás a quienes ya no quisieron entrar en él. Habrá mejores personas que lo merezcan —agregué. Marta me observó con una ceja alzada, sin esperar mi interrupción en su conversación. Le sonreí a boca cerrada—. No me conoce, pero soy organizador de bodas. Sé mucho de estos temas, así que también debería darle mi consejo a su nieta.
Marta me observó, con una ceja enarcada.
—Se lo daré solo porque eres guapo.
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Editado: 25.11.2024