—No sé cuál es la razón por la que está así, pero debe ser muy fuerte para que tres horas enteras produciendo dopamina no hubieran sido suficientes. Juro que si vuelvo a pisar el acelerador o el freno, mis tendones van a reventarse —se quejó, ignorante de lo perturbada que me encontraba.
—Creí que eras atleta.
—Soy un atleta, no un militar de las fuerzas especiales —replicó, haciéndome sonreír.
—Definitivamente, no lo es, señor Donovan. Le falta, ¿cómo decirlo? Todo. Creo que Ximena tendría más posibilidades de ser una militar de fuerzas especiales antes que usted.
—¿Eso fue una ofensa? Porque la señora Ximena tiene más probabilidades de ser una militar de las fuerzas especiales antes que cualquier sujeto de ese gimnasio al que va. Pienso que come batido de testículos y ojos de toro en el batido de su desayuno.
—Solo los ojos de toro, pero los pone en el batido de su esposo. Dice que aumenta la “vigorosidad”. Debería decirle que le dé algunos. Tal vez esa dieta vegana que ha tenido los últimos años haya… ¡Ah! ¡¿Qué carajos?! —me sacudí al sentir como Black me agarró de las piernas para arrastrarme por la arena, pero no pude zafarme de su agarre. Dejé mi teléfono en la arena para evitar que se mojara—. ¡¿Qué crees que estás haciendo, Donovan?!
—Demostrando mi vigorosidad, claro está —respondió, despreocupado, como si no estuviera arrastrándome como un pescado varado en la arena—. Es inaudito que se atreva siquiera a querer manchar mi reputación. Sobre todo usted, señorita Herrero —mi cuerpo se calentó al escucharlo, ¡pero era por la ira! ¡Claro que sí!—. No sé qué has hecho con la Rouse Herrero que conocía, pero, aunque quieras vivir esta tristeza, conozco una solución que puede ayudarte a sobrellevarla —lo miré, sin comprender. Se giró para verme y me sonrió, malicioso—: Agua salada.
—¡Mi maquillaje a prueba de agua ya ha soportado demasiado con mi sudor! ¡No te atrevas a…!
Cerré mis ojos y fruncí mis labios para que el agua no me entrara por la nariz en cuanto sentí la primera ola impactar contra mi cara. Black soltó mis piernas. Aproveché para incorporarme y tumbarlo en el agua, no fue tan difícil si tenía en cuenta que sus piernas caían ante cualquier leve toque por haber hecho tanto ejercicio. Volvió a sujetarme y me hundió entre las olas, carcajeandose al verme como tragaba agua. Enfurecí.
»¡Donovan!
—¡La próxima vez piénsalo mejor antes de someterme a la humillación pública! —dijo, entre carcajadas. Tomé un alga que se encontraba flotando y la alcé. Su sonrisa se esfumó. Sabía que detestaba su textura con cada poro de su piel—. No lo hagas —se la lancé y se sacudió, horrorizado—. ¡Joder, te dije que no lo hicieras! ¡AAAAH, QUÉ VISCOSAS!
Me carcajeé tanto que mi estómago dolió. No dejé de lanzarle algas y él no dejó de gritar como un poseso. Salió del agua, despavorido. Yo me quedé un rato más, viendo el horizonte estrellado, empapada de pies a cabeza, con arena en partes de mi cuerpo que no se sentían muy agradables.
Pero mucho más tranquila.
Donovan había tenido razón. El agua salada era una buena cura.
Lo sentí acercarse a mis espaldas, pero no dijo nada. Guardó silencio, como si entendiera que sería un crimen interrumpir la música del océano.
Yo seguía cayendo, sintiendo un vacío en el estómago y preparándome mentalmente para el impacto.
—Gracias —dije finalmente—Le agradezco por permitirme haber bailado hoy por esa flor. Es mi jefe y pudo haberse negado. En cambio, bailó conmigo.
—Si bueno, de haber sabido que era una disputa de ego de la danza, no lo hubiese hecho. Creí que esas flores tenían un significado más profundo para ti más allá de fastidiar a tu antigua maestra —sonreí a boca cerrada—. ¿Por qué siempre actúas así?
—¿Así cómo?
—Te llevas al límite cuando se trata de orgullo, pero te conozco.
Un rastro de raciocinio alumbró mi mente. No me gustó el rumbo que tomó la conversación.
—Ya no lo hace.
Me tensé al sentir cómo se sentaba a mi lado.
—Eso creí hasta hace unas horas —replicó—. Cada acción tuya me dejaba desfasado. Siempre habías sido impredecible para todos, pero en algún momento dejaste de serlo para mí. Y ahora sé que eso no cambió.
—De qué está hablando.
—Tengo curiosidad por saber qué te impulsó realmente a bailar ballet por esa flor, pero no te presionaré para que me lo digas. No es mi asunto.
—Me alegra que lo tenga en claro.
—Aun así, me gustaría exponer que los chicos y yo merecemos una explicación después de ayudarte a obtenerla.
—No me ayudaron, solo se desmayaron. Les faltó resistencia. Hablaré con ellos luego. No podrán ser bailarines con una condición física tan precaria —dije con dureza.
—¿Qué le pasó a George en la pierna? —inquirió. Mis intenciones de cambiar de tema no estaba funcionando.
—Cáncer de hueso. Se lo diagnosticaron a los trece. En ese entonces, las amputaciones en las zonas afectadas eran las soluciones más viables. Una academia de baile humilde no era rentable. Así que Marta la cerró para alquilarle el local a un hombre que quería abrir un gimnasio y cerró la academia sin previo aviso. Sin avisarme… Fue un golpe duro, lo admito. Pero sé que lo hizo por amor a él. Es ridículo sentirme enojada por algo así.
—Nunca me contaste sobre eso.
—Bueno. El tiempo me hizo olvidar esa nimiedad y nunca te conté todo sobre mí, así como tú tampoco lo hiciste, ¿cierto? —inquirí sin mirarlo—. Volví a saber de George muchos años después. Me enteré que se había especializado en botánica y quería su ayuda. Me ofreció trabajo después de eso y yo acepté. Marta se había terminado casando con aquel hombre que le alquiló el local y se expandieron. Dejó de dar clases serias y, admito que perdí el respeto por ella. Fue como, sí la imagen que mi yo de seis años había creado de ella durante ocho años en los que me enseñó, se desplomaran… Soy muy fácil de decepcionar… Nos odiamos desde entonces.
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Editado: 25.11.2024