Juntos, ¡pero jamas revueltos!

Capítulo 33: Arma de doble filo

El resto del día, me encargué de usar mi tiempo libre para dedicarlo al local. Le di unas cuantas clases al club de los desadaptados y atendí cientos de llamadas de personas que estaban deseosas de inscribirse. Sabía que necesitaría a una empleada, pero aún no quería empezar con una nómina. Marianne fue muy amable en ayudarme y Martha llegó a eso de las cinco de la tarde. La presenté con Marianne. Ambas se llevaron muy bien. Martha nos enseñó las fotos de la boda de la pequeña Cata. Estuve atenta a las reacciones de Marianne. Ella sonrió al ver a Cata con el ramo de flores. Sus ojos se nublaron, pero su mirada transmitía completa paz. Aquella imagen trajo un poco de tranquilidad al interior de mi pecho.

—¿Tiene nietos, señora Marianne? —inquirió Martha. Me tensé al escucharla. Miré de reojo a Marianne. Ella, comprensiva por la ingenua ignorancia de mi antigua tutora, negó sonriente.

—No.

—¿Pero tiene hijos?

—Martha, no recordaba que fueras tan metiche.

—Está bien, Rouse, no pasa nada —intervino Marianne. Se dirigió a ella—. Tenía una hija. Murió.

Martha, lejos de mirarla con pesar, le sonrió con tristeza.

—Lamento que hayas tenido que experimentar eso.

—Yo también… Pero sé que hubiese disfrutado mucho la boda de tu nieta —comentó, sonriente—. Amaba las flores de luna…

La enorme sonrisa que Marianne le regaló, no le dio oportunidad de sentir pena y tampoco de hacerme alguna pregunta. La tranquilidad se instaló en mi pecho. Si bien sabía que era un dolor con el que Marianne tenía que vivir todos los días de su vida, al menos me daba paz el hecho de que hubiera aprendido a convivir con él.

—Bien, ya basta —aplaudí para romper con aquella melancolía que no soportaría—. Hemos terminado hoy. ¿Quién quiere cerveza? Yo las invito.

No era amante del alcohol, pero admitía que era bastante tolerante. Lo mismo podía decir de Martha y Marianne. Aunque ellas, por otro lado, parecían barriles sin fondo. Así que ser medianamente tolerantes no servía con ellas. Dos botellas y media de ron después, ambas apenas y podían con su propia cabeza.

—Bueno, bueno, ¿qui me dices de ese sabrosón de tu jefe? —inquirió Martha.

Tomé un trago de ron y suspiré. Se había tardado demasiado para estar borracha. Volví a tomar otro trago. La sola mención de Black me alteró los nervios.

Miré mi celular. Ni él ni Micael me habían escrito.

Vaya par de tarados.

¿Qué me importaba si no se preocupaban por mí?

Tomé otro trago.

—¿Hablas de Donovan o de Gamal? —inquirió Marianne.

—¿Tiene dos jefes? Yo me refiero al sabrosón.

—Pues los dos están muy sabrosos —repuso Marianne.

—¡Oh, cuánto extraño estar en la flor de la juventud!

—Basta las dos. No sean tan puercas. Ambos son mis jefes. Sobre todo Donovan. Siempre me ha dejado muy en claro que soy su empleada. Tan claro, que ni siquiera fue capaz de decirme por qué llegaría tan tarde hoy. No es que sea mi problema… —me serví otro vaso de ron y me lo tomé de un sorbo—, pero siendo tan debilucho y bueno para nada, cualquier cosa podría pasarle y yo no podría ayudarle. —Me llevé el vaso vacío a mi pecho. Al alzar la vista, me encontré con la mirada brillante e inquisidora de Marianne.

—¿Estás volviendo a sentir cosas por el joven Donovan? —cuestionó con una sonrisa maliciosa.

Negué, divertida.

—Estás demasiado borracha.

—Y tú también, pero no estoy ciega ni sorda. Por lo que dices, es evidente que comienzas a sentir cosas por él.

—¡No seas ridícula! —exclamé, molesta.

Mi teléfono comenzó a vibrar. Mi corazón se aceleró al ver que se trataba de Black. Lo tomé, lo apagué y lo lancé lejos de mí, con la respiración agitada. Miré a Marianne. Su sonrisa burlona se desvaneció al ver la desesperación destilando por cada poro de mi piel.

No podía volver a sentir cosas por Black.

No podía volver a entregarle mi corazón a quien lo había hecho añicos.

No podía cederle mis sentimientos a la persona que me había encargado de destrozar porque él no dudaría en volver a hacerme trizas.

Bajé mis hombros, rendida.

—Oh, mi pequeña Rouse. —Marianne se aproximó hacia mí y me enfundó en un abrazo cálido. Enterré mi rostro entre sus brazos, sintiéndome realmente vulnerable.

—No hablemos del tema, por favor. Déjame digerir mis emociones —le rogué.

—Será como gustes.

—Si quieres digerir emociones, necesitaremos algo más fuerte que ron —dijo Martha, poniéndose de pie—. Llamaré a George, tengo un vodka en casa que solo bebo en ocasiones especiales. ¡Imaginen que lo bebí cuando el idiota del padre de George nos abandonó! Y cuando me enteré de que tenía cáncer… —se tambaleó un poco—. ¡Le diré que lo mandé con alguien a domicilio!

Me incorporé y la miré, enojada.

—¡Martha, ya no quiero alcohol! ¡Contrólate un poco!

—Santo cielo, ¡no había probado un vodka así desde que fui a Rusia para una gira en honor a Isadora Duncan, zamechatel'nyy! —exclamé, sintiéndome realmente vitalizada. Alcé el vaso—. ¡Salud!

—¡SALUD! —gritaron mis dos compañeras de copas al unísono. Apenas tomaron el alcohol de un trago, cayeron como palmeras en la mesa. Afortunadamente, pude poner mis manos antes y atajar sus cabezas de que pudieran sufrir una contusión cerebral.

Suspiré con desgana.

—Viejas borrachas que no aguantan nada… —murmuré. Sonreí con ternura al verlas. Se veían muy tranquilas dormidas—. Las quiero…

—¿Qué carajos piensa que está haciendo?

—¡AH! —respingué y me llevé una mano a pecho, asustada. Alcé la mirada, para buscar la fuente de aquella voz grave.

El alcohol de seguro ya había hecho efecto, porque la ilusión de un Black Donovan de pie frente a mí luciendo molesto, comenzó a hacerse presente.

Negué, divertida. Eso hizo enojar aún más a la ilusión de Black.

—Herrero, ¿qué cree que está haciendo? Todavía continúa en horario laboral.




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