Juntos, ¡pero jamas revueltos!

Capítulo 34: A nadie le gustan las personas deprimidas

Me sentía fea.

Mis ojos estaban hundidos. La delgadez insana era notable en cada parte de mi cuerpo, mis caderas se veían más anchas.

Estaba agotada y no tenía apetito.

Ya no había rastro de la Rouse que había sido.

«Soy una inútil.»

Todas las virtudes que el resto de las personas veían en mí, todas las cualidades y los talentos que creía poseer, parecían haberse desvanecido.

O quizás, nunca los tuve.

Tal vez mi ego y los continuos halagos desde pequeña habían nublado la visión que tenía sobre mí misma.

Probablemente, este era mi verdadero yo.

Una mujer amargada, pesimista, arisca, egoísta y buena para nada.

Ya ni siquiera podía tolerar la cercanía de Black.

A veces lo odiaba. En ocasiones, quería que desapareciera. Su atención ya no me parecía amor sino lástima. Para mí, su compañía era una terrible presión para salir de este hoyo y, cada vez que fallaba, cada día en el que a veces no quería ni siquiera levantarme de la cama, sentía que lo decepcionaba porque ni siquiera intentaba ponerme de pie.

No quería levantarme y, para muchas personas, eso se volvía un fastidio.

Por más que el mundo se esfuerce en demostrar lo contrario; a nadie le gusta las personas deprimidas. Nadie quiere escuchar tus problemas y nadie quiere lidiar con tus nulas ganas de seguir adelante.

La desgana no le agradaba a a las personas. Entonces, era aún más agotador intentar mostrar un atisbo de motivación cuando no poseía ni un gramo de ella.

No lo soportaba.

Y tampoco me soportaba a mí misma.

Mi cerebro estaba agotado, pero mi corazón no. La apatía de mi mente era continuamente castigada por mis ansias de querer cambiar las cosas y no poder porque mi cabeza simplemente no quería moverse a ningún lado. Era un tortuoso autocastigo y menosprecio a mí misma.

«¿Por qué las personas que quiero tienen que lidiar con mi existencia?»

«¿Por qué tengo que hacerlo yo?»

«¿Por eso Black ha decidido marcharse con otra?»

Esa incógnita caló muy hondo, lo suficiente para remover toda la superficie inerte en la que se habían convertido mis emociones.

«Tranquila, no llores. Iré enseguida.»

Su voz suave susurrando al teléfono me atravesó aún más honda y dolorosamente. Lo que más me dolía y me enojaba en partes iguales, es que me hubiera mentido.

Black me ha mentido.

No ha ido a ver a su amigo.

«Es una mujer. Y la ha consolado como…, como me consuela a mí.»

Ya no me veía hermosa y por supuesto que había mujeres mucho más atractivas, exitosas y con una personalidad mucho más extraordinaria de la que yo jamás volvería a poseer.

¿Por qué tendría que conformarse con un fracaso de humanidad como yo?

¿Por qué tendría que recluirse en cuatro paredes y dejar de gozar los placeres de la vida simplemente porque la idea de salir me agobiaba?

¿Qué derecho tenía yo para arrebatarle la vida a Black?

Acaricié los trazos de mi pierna que habían sido dibujados por él. Me miré en el espejo y luego al calendario que guindaba en la pared detrás de mí.

Era catorce de Junio. Faltaban doce días para el aniversario de mi accidente. Tres años y parecía que me había hundido más de lo que había logrado salir de aquel asqueroso fango.

No lloré.

Estaba tan hueca que ni siquiera era capaz de llorar. No sentí dolor, más allá de aquella punzada de traición que había logrado descubrir un poco de mis emociones enterradas.

Escuché la puerta abrirse. Su fragancia impregnó mi nariz, pero aquella fragancia venía ligada a otra mucho más dulce. Una que había estado distinguiendo desde hace semanas y que no pertenecía a él.

Quise vomitar.

—¿Por qué estás despierta?

—¿Cómo está Milton? —inquirí, abriendo el cajón de la cómoda para sacar mi estuche de maquillaje. Sentí la enfermiza necesidad de tapar todas las imperfecciones que había visto en el espejo. Como si las capas de polvo pudieran tapar las grietas que dejaban cada pedazo quebrado de mí.

—Está mejor. Lo dejé en su casa.

Sonreí.

—En su casa…

—¿Ocurre algo?

—¿Quieres saber qué es lo que me gustó de ti? —cuestioné con voz monótona—. Eras asquerosamente sincero como yo. No tenía qué fingir contigo y siempre tuve claro lo que querías de mí, así como siempre te dejé en claro lo que yo quería de ti.

No lo vi, pero pude sentir su mirada sombría puesta sobre mí. Repartí el polvo por todo mi rostro, dando golpecitos fuertes en mi piel, aferrándome al delgado hilo de cordura que me quedaba.

—¿Qué estás intentando decirme?

—Ya no puedo bailar bien, pero eso no significa que no pueda pensar bien, Donovan.

—Sigo sin comprender.

—¿Por qué me mientes a estas alturas?—cuestioné, indiferente. Aparté la almohadilla de mi rostro y lo juzgué con la mirada a través del espejo. Se mantuvo inmóvil.

No dijo nada.

Silencio.

Silencio.

Y más silencio desquiciante.

Coloqué corrector en las ojeras, presionando el envase con fuerza para que no se notara el temblor en mis manos. Dicen que las personas se vuelven valientes cuando sienten miedo, pero yo, aparentemente, no sentía nada y fue la ausencia de ese miedo lo que me impulsó a preguntarle sin tapujos.

—¿Por qué continúas conmigo si te está gustando alguien más?

No lo miré, pero pude sentir su expresión, como si ya lo conociera lo suficiente para saber cómo reaccionaría.

—Rouse… —murmuró incrédulo.

—Entiendo que sientas cierta deuda por tantos años de relación y que tal vez la culpabilidad no te permita terminar con una mujer lisiada y patética, pero créeme que es mucho más nefasto creyendo que limpias tus pecados cada día que decides quedarte con una miserable minusválida.




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