Observé mi celular. Tenía media hora haciéndolo. El nombre de Black parecía flotar en la pantalla, en espera de que tomara una decisión y lo llamará.
¿Debía decirle que Micael ya sabía de nuestro pasado?
Lo más probable era que me culpara cuando se lo contara. Pero ni siquiera yo, sabía cómo se había enterado.
¿Por qué regresaste? ¿Por qué razón volviste a arruinarlo cuando finalmente está siendo feliz?
Presioné mi teléfono y me negué a sentir las punzadas en mi pecho.
Tenía que hablar con Micael y aclarar un poco las cosas antes de decirle todo a Black. Si me despedía, al menos deseaba que Micael no se quedara con la peor de las impresiones de mí.
Respiré profundo, tomé coraje y me dispuse a subir las escaleras para dirigirme a su habitación. Toqué la puerta.
—Micael, baja a cenar —le ordené con voz firme. No hubo respuesta. Volví a tocar—. Baja a cenar si no quieres que te arrastre a la cocina. Sabes muy bien que lo haré… Micael —abrí la puerta. Un escalofrío me recorrió el cuerpo al verlo hecho un ovillo—. ¡Micael! —Me senté a la orilla de la cama y toqué su rostro—. ¡Santo Cielo, estás ardiendo en fiebre!
—No me siento bien…
Puso los ojos en blancos y se desvaneció.
—¡Dios mío, Micael! —lo sujeté del rostro, aterrada—. Tranquilo, tranquilo…, te llevaré al hospital —apenas y pude musitar palabra. Tenía un enorme nudo en la garganta. Me levanté para buscar un abrigo en su closet y lo levanté para ponérselo, asegurándome de que estuviera lúcido. Tenía los ojos abiertos, pero no estaba en sus cinco—. Recuéstate en mi espalda. Te cargaré.
Hizo lo que le pedí sin protestar. Estaba demasiado moribundo como para negarse. Apenas lo alcé, bajé las escaleras a toda prisa.
—Rouse, tu pierna…
—Cierra el hocico. Más te vale que no te mueras o te mato.
Tomé las llaves y mi celular. Pedí un taxi lo más rápido que pude. Le marqué a Black. Cada vez que lo hacía caía el contestador. Me di por vencida cuando llegamos al hospital. El taxista se ofreció a ayudarme a bajarlo, pero le dije que no era necesario y fui con él a emergencias.
La enfermera —una mujer que mascaba chicle mejor de lo que atendía a las personas—le puso una pulsera verde. Sabía lo que eso significaba en el orden de prioridades.
—¿Verde? —cuestioné—. Está muriéndose de fiebre y usted le pone una pulsera verde.
—Su presión es estable y le he dado una pastilla para que su fiebre baje, mientras tanto, puede esperar. No es el único jovencito que viene con fiebre.
Pero no muchas enfermeras vienen con la nariz rota, ¿verdad?
Quise arrancarle los pelos. Ella pareció notarlo porque no tardó en levantarse y cuchichear con otra enfermera para que me alejara todo lo posible de ella.
Intenté ser paciente y esperar. Pero Micael, que se hallaba con la cabeza recostada en mis piernas, no dejaba de temblar y quejarse. Toqué su frente y mis ojos se nublaron. Estaba muy caliente. La fiebre no había bajado con esa pastilla y a nadie en ese maldito hospital parecía importarle. Empuñé mis manos.
—No nos quedaremos ni un minuto más aquí —espeté. Lo levanté con cuidado—. Micael, cariño, tienes que ponerte de pie.
—No quiero. Todo mi cuerpo pesa. Me quiero ir a mi casa ....—lloró. Su nariz estaba roja y sus labios parecían un poco hinchados por la fiebre—. Me duele mucho mi cabeza…
Me rompió el corazón oírlo así. De solo verlo mal, me descompensaba.
—Está bien. Te llevaré a un lugar donde si van a atenderte. Ya no tendrás que lidiar con ineptas —dije en voz alta, con toda la intención del mundo. Otras madres que estaban allí con sus niños asintieron, de acuerdo conmigo.
Lo alcé como pude y salí de allí. Afortunadamente, había muchos taxis afuera del hospital.
—¿A dónde se dirige?
No supe qué hacer.
Quise ir a otro centro de salud, pero intuí que podían darle la misma nula prioridad. Estaba desesperada sin saber a quién acudir.
Tuve un momento de lucidez.
—Villa dorada, por favor.
En cuanto arrancó, tomé mi celular. Sabía que estaba llevando una hojilla afilada a mi cuello con aquella llamada, pero no tenía idea de qué hacer e iba a entrar en colapso. Llamé unas siete veces antes de que contestara y no pude evitar soltar un sollozo de alivio, ni siquiera le di oportunidad de hablarme.
—Lamento llamarte a esta hora, pero necesito tu ayuda, por favor.
Mariane me estaba esperando en la puerta de su casa. Bajó los escalones con los brazos abiertos.
—Oh, pequeña criatura… —tocó su frente—. Vamos adentro, déjame ayudarte.
Fuimos a la habitación de huéspedes. Mariane ya había preparado su maletín en la mesa de noche. Incluso tenía suero y un medidor de presión. Lo examinó por completo. Sabía que ese tipo de cosas llevaban su tiempo, pero todo ese tiempo sentí el impulso de sacudirla para que me dijera de una vez lo que tenía.
Se quitó el estetoscopio y me sonrió.
—Su presión es estable. Tiene temperatura alta, pero no hay ninguna señal de infección. Le daré un medicamento eficaz para bajarle la fiebre y le pondremos hielo. También le pondré suero. Mañana podremos hacerle todos los estudios pertinentes con más calma.
—¿Mañana? ¿Qué tal si es algo grave? ¿Y si tiene apendicitis?
—No tiene ningún síntoma.
—¿Y si son parásitos asesinos que agarró en la piscina? ¡¿Y si es rabia?!
—Rouse —sujetó mi mano—. Entiendo que estés asustada, pero esto es más normal de lo que crees.
Observé a Micael. Se veía terrible. ¿Cómo podía ser eso normal?
—¿Hablas en serio? —inquirí, asustada. Asintió en respuesta.
—Recuerdo que alguna vez me dijiste que de vez en cuando presentaba fiebres altas por haber tenido desnutrición crónica a temprana edad. Dependiendo de la gravedad, estás secuelas su sistema inmunológico estará susceptible por varios años.
Caí en cuenta de que no había recordado todo lo que estaba puesto en el expediente que Black me había dado. Repasando, había demasiadas cosas que pude haber hecho diferente.
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Editado: 25.11.2024