—¡Rouse!
Caí en el piso al mismo tiempo en el que ella lo hizo. Por inercia, miré mi reloj, aflojé su camisa y la sujeté para poner su torso de lado.
—Papá… —Micael salió de la habitación luciendo desorientado. Sus ojos se llenaron de horror al ver la escena—. ¡Rouse!
—¡Rápido Micael, tráeme esa almohada del mueble! Rouse, cariño… Dios mío…
Mis manos temblaban. Llevaba mucho tiempo sin presenciar un cuadro de epilepsia. Nunca me había acostumbrado. Mi corazón siempre se paralizaba cuando las presenciaba. Sin embargo, en ese momento fue como revivir su primer ataque en aquel teatro.
«Micael, no dejes que él…»
Al recordar sus palabras, supe de inmediato lo que intentó decirme antes de convulsionar.
Me giré y lo vi. Micael estaba experimentando lo mismo que yo, quizá aún peor. Era solo un niño.
No pude soportar que Rouse, en un momento así, pudiera pensar en él, cuando yo —para mí enorme vergüenza— lo había olvidado por completo por un segundo.
—Micael, vuelve a la habitación.
—Pero—
—¡Haz lo que te digo!
Retrocedió tembloroso y volvió a la habitación. Suspiré, sintiéndome pésimo. Aparté el cabello del rostro de Rouse y tragué grueso.
Esto era mi culpa.
—Deme un permiso.
Un hombre en bata de dormir apareció de la nada, intentando hacerme a un lado. No me moví y lo miré, a la defensiva.
—¿Qué…? ¡¿Quién es usted?!
—Soy el novio de la doctora Marianne. Estaba escondido en la habitación porque no quería que la señorita Herrero me viera. También soy médico —respondió, imperturbable. Estaba completamente descolocado, pero no medité demasiado sobre ello. El ataque de Rouse cesó, pero ella aún lucía a punto de perder la consciencia—. Señorita Herrero, ¿cómo se encuentra? ¿Sabe dónde está? —le preguntó.
Acaricié su rostro, preocupado. Su frente estaba caliente. Tenía fiebre y se veía desorientada. Sentí vértigo.
—En la casa…, ¿en la casa de Marianne? —respondió, confundida.
—¿Sabe qué fecha es?
—Dos de junio.
—¿Quién es él?
Me miró a los ojos, con una mirada suave, casi compasiva.
Fue un flechazo directo.
Dios. Estaba completamente arruinado.
—Es Black…
Mi corazón se infló de alivio.
—¿Sabe aproximadamente cuánto duró el ataque? —me interrogó el sujeto.
—Dos minutos —respondí. El supuesto doctor frunció sus labios. Comprendí que había durado demasiado.
La cargué sobre mis brazos y la dejé sobre el sofá mientras él se encargó de examinarla. No le quité los ojos de encima, pero estaba seguro de qué no había mentido en cuanto a su profesión médica.
—Tenemos que llevarla al hospital ahora y hacerle exámenes —expuse. Ya habíamos esperado demasiado.
—No hace falta.
—¿Cómo que no hace falta? ¡¿Perdió la cabeza?!
—Soy el mejor epileptólogo de la región y llevo el caso de Rouse desde hace cuatro años —replicó con frialdad—. Nadie me va a decir lo que tengo que hacer con mi paciente y menos un fulano que usa chanclas de cuero.
—¿Lo dice el que está usando una bata de satín con rosas estampadas? No me jodas.
—No son rosas, son manchas abstractas —dijo, luciendo ofendido.
—Soy artista, reconozco unas rosas de ancianas cuando las veo.
—¡Tú…!
—¡Dios, Rouse!
Ferguson atravesó el recibidor en menos de cinco pasos. No le permití que la tocara, miró al viejo fino, preocupada.
—¿Tuvo un ataque?
—De dos minutos —respondió él. Su voz y su actitud prepotente se esfumaron al tratar con ella.
—Tiene fiebre —agregué—. ¿Acaso está no es su segunda convulsión en lo que va de mes?
—Sí. No tenían un ataque desde hace mucho —respondió Ferguson.
—Creo que posiblemente estén ligadas al estrés emocional, pero tendrá que ir a mi consultorio mañana para hacerle estudios. Por ahora, será mejor que descanse y que baje su fiebre.
—¿Ella te reconoció? —inquirió la doctora.
—No lo sé.
—Oh, Dios… Será mejor que te marches. Nos veremos mañana en el hospital.
—De acuerdo, pero me iré después de que la fiebre disminuya un poco —accedió, sonriente—. Hippiecito, ¿puedes llevarla a la habitación?
—Lo siento, Ricky Ricón, pero al único lugar donde llevaré a Rouse, será a mi casa.
Entrecerró sus ojos, rencoroso.
Nos caímos bien, estaba seguro.
No podía decir lo mismo sobre la persona que tenía frente a mí.
Marianne Ferguson era mi detonante de odio y la única persona que ponía a prueba mi bondad. Desde que nos conocimos —en el hospital donde habían internado a Rouse luego de que la atropellara— ella nunca había mostrado ni un solo ápice de emoción o siquiera remordimiento.
Sin embargo, en ese instante parecía bastante preocupada.
Aun así, no me convenció.
Volví a cargar a Rouse en mis brazos. Continuaba caliente, pero menos que antes. Admitía que su calor corporal contra el mío fue lo rescatable de la noche.
—Lo mejor es que ella se quede aquí —expuso Ferguson.
—¿Para qué?
—¿Quieres que te diga por qué ella tiene tanta carga emocional? —cuestionó, mirándome acusatoriamente.
—Tengo entendido que la ingesta de alcohol también puede desencadenar un ataque epiléptico —le repliqué. Ella calló, sintiéndose culpable.
—Nunca nos había pasado.
—Marianne, ¿Bebieron alcohol? —inquirió el doctor en tono de reproche.
—No fue demasiado y Rouse no estaba en tratamiento.
—Eso no importa. Fue muy inconsciente de parte de las dos —le riñó. Suspiró, cansado y se dirigió a mí—. Escucha, hablo en serio cuando digo que soy el mejor especialista en esto. Mi consejo es que ella descanse aquí, ha tenido demasiada carga emocional por hoy.
Los miré, desconfiados. Aunque confiaba más en el abuelo de Ricky Ricón que en Ferguson. Era evidente que su experiencia pesaba sobre su presencia y generaba confianza.
Le eché un vistazo a ella. Su cabeza estaba recostada en mi pecho. Respiraba agitada. Su aliento estaba caliente y su gesto fruncido. La estreché entre mis brazos, preocupado.
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Editado: 25.11.2024