Juntos, ¡pero jamas revueltos!

Capítulo 40:... para ser una pieza más grande que envolviera su enorme corazón

Ferguson me tendió un ungüento. Me quité la compresa fría del abdomen y me restregué un poco. Había sido una quemadura leve, pero ardía mucho.

La miré de reojo, con rencor. Se estaba aplicando un ungüento en su antebrazo. Su caldo estaba más caliente, así que su quemadura había sido un poco más dolorosa. No sentí ni un ápice de remordimiento.

La cocina no era de Micael, pero él nos había expulsado de allí para servir él mismo el caldo y darle de comer a Rouse. Había optado por mezclar ambos caldos, ya que era consciente de lo mucho que la obstinada castaña amaba la carne.

La oficina de Ferguson era igual de fría y lúgubre que ella. Parecía parte de un hospital; blanco y casi impersonal. Por esa razón el único detalle de aparente familiaridad sobresaltó sobre el resto. En su escritorio, había una foto de ella con Rouse sentadas en una cascada. Presioné mis labios. Conocía ese lugar. Rouse siempre había querido ir y prometimos hacerlo algún día.

Lo admitía. Me enojaba y me lastimaba el hecho de que hubiera decidido rehacer su vida en compañía de la persona que la destruyó.

Yo tuve que sostenerla en pedazos mientras que ella pudo disfrutar de lo que tanto me esforcé por…

Cerré mis ojos y negué.

No tenía caso.

Al abrirlos de nuevo, otro detalle llamó mi atención. Una fotografía más.

Nuevamente, era Ferguson de joven, con una enorme sonrisa. Esa foto volvió a turbarme. Por alguna extraña razón, la mirada cálida y humana de esa joven Ferguson, mermaba un poco mi odio. Dentro del vidrio de la fotografía, había unos pétalos blancos. Eran de esa flor, estaba seguro.

—Tienes que dejar de torturar a Rouse.

Sus palabras volvieron a desenfocar mis inquietudes sobre aquellos pétalos y su conexión con Rouse. La miré, incrédulo.

—¿Disculpa?

—Desde que comenzó a trabajar para ti, sus ataques epilépticos volvieron. Está bajo mucho estrés.

Me carcajeé, sin poder creer lo que estaba escuchando.

—Creo que estoy dentro de un maldito mundo paralelo —me puse de pie, apretando los dientes—. ¿Me culpas a mí de lo que le ocurre a Rouse? ¿Debo recordarte quién fue la que la atropelló?

—No es necesario. Lo recuerdo todos los días de mi vida —espetó, molesta—. ¡Lo tengo grabado en el pecho y me llevaré esa culpa a la tumba! Sé lo que hice, Donovan, lo sé muy bien. Por eso me esfuerzo todos los días de mi vida por procurar la felicidad de Rouse.

—Cállate, vil rastrera —escupí—. ¿Cómo te atreves a reprocharme a mí por la infelicidad de Rouse? ¿Acaso quieres que acabe contigo ahora mismo? —le amenacé.

Evidentemente, ese no era yo. Nunca había concebido la idea de amenazar a alguien con acabarlo, pero esa mujer hacía que la sensación de destrucción saliera naturalmente de mí.

Ella no se inmutó. En cambio, me sonrió, como si pudiera comprenderme. Eso me enfureció aún más.

¿Cómo podía verme así?

¿Cómo osaba ser tan caradura?

—Dejaría que acabaras conmigo, si no supiera que eso arruinaría tu vida y eso entristecerá mucho a Rouse —repuso sonriente. Me observó reflexiva—. Tú y yo nos parecemos demasiado. Quizá por esa razón no he dejado de compadecerte todos estos años.

—Cómo podría ser igual a alguien tan vil como tú; sinvergüenza y negligente que trata como si nada a la mujer a la que le arruinó la vida sin un ápice de remordimiento.

Por primera vez, vi dolor en su mirada. No me sentí culpable. Quería verla sufriendo aún más. Para mí, no era satisfactorio verla bien, cuando me había tocado presenciar cómo Rouse se desarmaba en mis brazos de dolor y tristeza. Por más que intentaba comprender como Rouse había sido capaz de perdonar a esa mujer, simplemente no podía entenderlo.

¿Me guardaba rencor a mí por casarme con Ana porque había golpeado su orgullo, pero la aceptaba a ella como su amiga más íntima?

¡No tenía ningún sentido para mí!

Ferguson volvió a sentarse en su escritorio, bajo mi mirada llena de acusaciones sobre su vil pecado. Indolente, tomó la fotografía que había estado viendo. Admito que sus ojos de pronto me trastocaron, se oscurecieron y lucieron como si en su interior librará una oscura lucha consigo misma. Respiró profundo y suspiró.

—Tengo una hija. Se llama Luna —dijo de pronto.

Así que aquella chica no era ella, sino su hija.

No sabía a dónde quería ir con eso, pero, por alguna razón, “algo”, me obligó a escucharla.

—¿Es la de la fotografía? —inquirí. Asintió, sonriente.

—Aventurera por naturaleza. La primera vez que la llevé a Brasil, nos encontramos con una flor de su mismo nombre. Solo florecía una noche durante pocas horas y luego se marchitaba. No solo eran hermosas, tenían una fragancia deliciosa. Ella quedó fascinada —sonrió, melancólica.—. Desde ese entonces, íbamos a Brasil todos los años para ver a la flor florecer. Fue la razón por la que comenzó a estudiar botánica en la universidad —sus ojos se nublaron, —. Amaba las flores de Luna. Con todo su corazón… A veces me siento culpable. De no haber ido a Brasil, de no haberse maravillado con esa flor. Ella no hubiera estudiado en esa universidad y ese maldito… —apretó la fotografía. Sus ojos se enrojecieron, aún con lágrimas contenidas. Mi pecho se oprimió.

Las venas de su cuello brotaron. Tuve la sensación de que era la primera vez que la estaba nombrando en voz alta. Lo intuí porque sabía lo que se sentía amarrar los sentimientos por tantos años. Además, sabía que aquel relato tenía que ver con la noche en la que Rouse se derrumbó en la playa después de haber bailado durante horas por obtener aquella dichosa flor.

Y también intuí que no tenía un final feliz.

—¿Qué le pasó? —inquirí cortésmente. Más que curiosidad, quise hacerle entender que realmente estaba escuchándola, pues parecía demasiado sumida en sus propios recuerdos.

Ella no levantó la mirada. Sus ojos siguieron fijos en la fotografía. Contuve el aliento.

—Ella me llamó ese día. Pero yo no contesté… —su voz se quebró—. Estaba en un congreso… No pude… No pude ni siquiera escuchar su voz una última vez. De seguro estaba asustada, de seguro esperaba que su mami fuera a rescatarla. Pero no contesté… —negó. Y sus ojos de pronto se oscurecieron aún más, llenos de veneno y odio. Creo que jamás había visto una mirada llena de tantas llamaradas de odio—. La encontraron apuñalada a la orilla del muelle. Abusaron de ella y la lanzaron allí, como si fuera solo un saco de basura —dijo todo mecánicamente, como si sopesar tan solo una de aquella palabra la pudieran desarmar, las dijo como un robot—. Fueron años y años y años yendo a la comisaría. Me había convertido en la madre loca y desdichada. Cuando comenzaron a usarse las pruebas de ADN supe que las muestras tomadas del cuerpo de Luna podían ser estudiadas, pero la policía hizo oídos sordos. Patrullaba todas las noches en busca de información y de alguien que pudiera darme algún dato sobre lo que había ocurrido ese día. Al final de la tarde siempre iba a la comisaría y encontraba a los detectives tomando café y galletas mientras se reían de mí. Aun así, nunca me di por vencida. Sabía que había una buena muestra de ADN del asesino y me dediqué la vida a ello. Junto con un colega colaboré con la fundación del programa de árbol genealógico, busqué y exigí que se estudiarán a todos los posibles sospechosos en el banco de datos con un programa que podría encontrar coincidencia familiar con ADN de convictos y algún familiar. Después de tres años, el estado desestimó mi pedido. Estaba devastada. Recibí la llamada mientras manejaba. Habían pasado ya trece años desde el asesinato de Luna. Trece años en los que parecía que nunca podría hacerle justicia a mi pequeña. Estaba molesta, solo quería morir… Yo…—aguantó la respiración, pero, por más que quiso contener sus lágrimas, las mismas salieron a borbotones de sus ojos—,... hubiera entregado mi propia vida por la suya…




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