Mi padre regresó una hora después con la ropa y utensilios básicos de higiene personal. Hablamos por horas mientras estábamos en la sala de espera. Lucrecia y mi Madre se encontraban en la habitación.
Conversar con papá siempre era más fácil, como si el tiempo se detuviera. Él nunca tocaba temas sensibles a menos que fuera estrictamente necesario. Siempre procuraba distraerme, preguntándome sobre mí y mi vida en Londres. Le conté sobre mis peculiares alumnos. Aunque él sabía la mayoría de las cosas porque le escribía casi todo el tiempo.
—Tu mamá te extraña mucho. Tenle algo de paciencia.
—Como ya me es costumbre.
Aunque me gustaba conversar con él, la mayoría del tiempo no era tan objetivo cuando se trataba de ponerse de lado de un bando.
—¿Cómo te encuentras tú? —me preguntó, preocupado—. Con la última epilepsia que tuviste…
—Me encuentro bien. Son normales. De hecho, el doctor me dijo que habíamos avanzado mucho porque no había tenido una crisis en mucho tiempo. Son pronósticos positivos.
Asintió, más tranquilo.
Me sentí mal por mentirle. Desde mi primera crisis del año, había desconectado la aplicación para no preocuparlos. No tenían idea de las crisis continuas. Era mejor así. Los ataques epilépticos eran muy aleatorios, así que no quería preocuparlos de más. Incluso decidí omitir la propuesta de una intervención quirúrgica.
Lo mejor era esperar a que todo se encontrara en calma. Eso incluía a mi propia mente.
Mi teléfono sonó. Mis nervios revolotearon, creyendo que podría ser Black.
Ya fui al restaurante. Nada trascendental.
Me decepcioné al ver que se trataba de Orlando. Luego me sentí mal por eso después de todo lo que había hecho por mí.
No seas tan duro con la gastronomía local. En un país de hamburguesas y comida instantánea, innovan mucho con lo que tienen.
Pues no innovan lo suficiente. ¿Cómo está tu abuelo? ¿Ya lo viste?
Se encuentra bien. Los doctores son optimistas con su estado. Aún no lo he visto. Lo haré cuando salga.
¿Dónde vas a quedarte? Mi mamá me ha prohibido que te permita dormir en un hotel y si te vas sin saludar, será una retahíla para toda la vida.
Además, mi padre se ha enterado de que eres crítico gastronómico y quiere invitarte a sus domingos de parrillada. Todo el mundo dice que el abuelo despertara para ese entonces.
No esperaba menos de tu familia. De alguien debiste haber salido tan arbitraria.
De acuerdo, acepto la invitación, pero no es necesario que me quede en tu casa.
Ya reservé una habitación en un hotel.
Bien. Intentaré decirle eso a mi madre sin que se vuelva loca.
Mucha suerte.
Fui a casa. Me encontré con Aurora y sus pequeños demonios durmiendo en mi habitación, abrazadas a mis peluches. Sonreí. Sentí el impulso de saludarlas. No las había visto en persona en mucho tiempo, pero no quise despertarlas. Debían estar muy agotadas.
Salí de la habitación y bajé los escalones, esperando encontrarme con el inservible de su esposo, pero no lo vi por ningún lado.
—Qué raro. Lucrecia me dijo que incluso había cancelado algunas fechas de sus conciertos para estar aquí —murmuré para mí misma.
Me encogí de hombros. Helios era como un chicle rancio pegado a la hermosa falda de Aurora. De seguro no tardaría en aparecer.
La casa de mi abuelo estaba a tan solo unos metros de la nuestra. Después de su retiro militar, había comprado las dos casas del vecindario que se encontraban a cada lado de la de mi madre y, con el permiso de mis padres, gastó gran parte de su liquidación en una especie de villa familiar. El viejo tenía la firme meta de hacer que sus hijos y sus nietos vivieran todos en el mismo lugar. Siempre había sido un hombre ocupado, amante de su trabajo, pero eso nunca fue un impedimento para ser tan dedicado con su familia.
Su único defecto eran sus pensamientos arcaicos.
Una vez en la entrada de su casa, aparté la nieve del pequeño cerco de madera blanca y lo empujé para entrar. Subí los escalones, quité el tapete de bienvenida y tomé las llaves para abrir. Aunque el invierno de Arizona era implacable, la calidez del interior de la casa —que pegó de lleno en mi rostro— logró cobijarme hasta los huesos. Fui directamente a la habitación del abuelo. Siempre había sido un hombre ordenado y un poco cuadrado, pero parecía que Lucrecia le había dado su toque de dulzura a las cosas allí. Además, podían sentirse las pinceladas de amor por todos lados, como si fuera tanto el amor que derrochaban que habían dejado rastro por toda la casa.
Y más en la habitación.
No era algo físico. No tendría como explicarlo. Era…, una bonita energía.
Me dispuse a abrir el armario del anciano. Posiblemente, era lo único cuadrado y falto de color de aquella casa.
Saqué cada chaqueta de cuero, las puse sobre la cama y les quité minuciosamente el polvo, rememorando cada momento con él. Cada detalle, aparentemente insignificante cuando los viví, recobraron fuerza en mi memoria. Buenos y malos, se presentaban incesantemente en mi cabeza, como si temiera olvidar lo importante que ese viejo loco era para mí.
Cuando noté que mis ojos estaban comenzando a nublarse, me recosté en su almohada y aspiré su aroma. Saqué mi teléfono y me quedé observando la pantalla, perdiendo la noción del tiempo. Mis párpados comenzaron a cerrarse contra mi voluntad mientras miraba la pantalla del teléfono, en espera de alguna llamada del hospital, agradeciendo que no sonara, pero, al mismo tiempo, llena de ansiedad por si en algún momento lo hacía. Quería que sonara, sí.
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Editado: 26.04.2025