Juramento de dragón

CAPITULO 1

el reino de Vaeldor, los dragones no son solo bestias, sino pactos vivientes. Cada domador que forma un vínculo con un dragón debe hacer un juramento inquebrantable, atando su destino al de la criatura. Si el domador muere, el dragón perece con él. Si el dragón es asesinado, su jinete queda condenado a la locura. Solo los que tienen sangre pura de noble pueden domarlos y hacer pactos con ellos. Cada persona que puede hacerlo nace con una marca en el cuello en forma de cruz.

Los plebeyos solo pueden hacer contratos con criaturas como los elfos, enanos, hadas, grifos o centauros. Esas son criaturas de muy bajo rango; no son seres con los que puedas ganar una guerra. Por eso, se quedan en el Bosque Encantado, que está bastante lejos de acá.

Hay tres reinos donde existen los dragones. Este es Vaeldor, gobernado por el rey Lux. En este lugar hay bastante competencia entre los nobles por demostrar quién sabe domar mejor a un dragón, y demasiada política por lo mismo. También está el Reino Santo. Allí no hay política ni guerra; es el lugar donde los dragones son vistos como santos. Cuando un dragón está a punto de morir, es llevado allí para que descanse en paz. Es gobernado por El Santo, un señor mayor. En ese reino solo gobierna el elegido por el Dragón Sagrado, que solo él puede ver.

Después está Sax. En ese reino gobierna Rylan Ardent. Él es el más temido entre los jinetes de dragón. Mientras los demás nobles hacen su contrato con un dragón a los quince años, él lo hizo a los seis. Por eso es temido, y nadie entra a su reino ni se mete con ellos.

Estaba sentada en el techo, admirando las estrellas. Me gusta venir acá todas las noches, cuando todos duermen. De repente, sonó la campana que indicaba que era la hora de revisión, así que tenía que volver. Me levanté y me escabullí por la ventana de mi habitación. Me metí rápido en la cama y me tapé justo cuando abrieron la puerta. Sentí cómo acomodaban la frazada y me tapaban. Después, escuché la puerta cerrarse y me levanté.

Yo vivo en la parte más alta del castillo. No me permiten salir para que nadie me vea, ya que soy una hija ilegítima del rey. Mi madre era una sirvienta; murió dándome a luz. Desde entonces, me crio Rosa, una señora mayor que lleva años en el castillo. Cuando nací, el rey le dijo que me encerrara acá y me cuidara. Por eso llevo veintidós años aquí adentro. Solo salgo por la noche, cuando Rosa se va.

Sé mucho sobre los reinos y criaturas, ya que Rosa me enseñó todo y, aparte, lo leí, obvio. También sé que no puedo domar a un dragón, ya que mi sangre no es pura, a diferencia de mi hermano, que sí puede. Él sabe de mi existencia, al igual que la reina, pero nunca les interesé. Solo los vi por cuadros cuando salí a escondidas de mi habitación.

Mi hermano se parece a la reina: tiene el pelo rubio, ojos color miel, es alto... muy lindo, la verdad. A diferencia de mí, que salí igual al rey, con el pelo color cobrizo, piel blanca como porcelana y ojos color gris. No soy muy alta que digamos.

Me acerqué a la ventana y suspiré.

—¿Cuándo será el día en que podré salir? —murmuré.

No me interesa reinar, solo quiero ser libre. Quiero salir de acá e ir al Reino Santo, donde todos son libres y viven en paz.

Ya era de mañana. Estaba sentada en mi cama, leyendo un libro, hasta que escuché la puerta abrirse. Era Rosa con el desayuno.

—Princesa Nayra, ya le traje el desayuno —dijo.

Guardé el libro en mi mesita de luz.

—Rosa, ya te dije que no me llames así. Soy una hija bastarda, no tengo título de princesa.

Ella me fulminó con la mirada.

—No quiero volver a escuchar eso. No sos una bastarda porque la sangre real sigue corriendo por tus venas.

Yo solo suspiré y me puse a comer mi desayuno. Rosa es como una madre para mí, siempre está conmigo y me cuida. Ella siempre dice que, aunque tenga sangre mixta, sigo siendo una princesa. Es la única que lo ve así.

Terminé de desayunar y Rosa se fue, así que me fui a bañar. Me peiné el pelo en una pequeña colita y me puse un vestido azul marino.

—Se volvió a romper… ya está muy viejo —murmuré.

Solo tengo tres vestidos que tengo que coser a diario, ya que su tela está muy gastada, al igual que mis zapatos, que están igual de rotos. Me estaba a punto de sentar en la cama cuando empecé a escuchar gritos y gente corriendo. Intenté abrir la puerta para ver qué pasaba, pero, como siempre, estaba cerrada.

Escuché pasos viniendo hacia mi habitación. Abrieron la puerta de repente: era Rosa. Cerró la puerta rápido.

—¿Qué pasa, Rosa? ¿Por qué hay tantos gritos? —pregunté, preocupada.

—Princesa… El… el rey ha muerto.

Me quedé congelada. No por su muerte, sino porque eso significaba la mía.




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