La vida de Diego dio un giro abrupto el día en que la figura imponente de su padre, don Arturo Bustamante, se desvanecía en el lecho de su muerte. El aire de aquella habitación, ya cargado de dolor y presagios, se volvió denso ante aquella confesión que lo dejaría sin aliento. Entre jadeos y una última mirada de arrepentimiento, su envejecido y moribundo padre le reveló un inesperado secreto: una aventura fugaz que resultó en un hijo, un pequeño hermano de cuya existencia nunca se había imaginado. La promesa arrancada a Diego en ese momento tan crítico fue un juramento de sangre y amor: "cuidar de su pequeño hermano y de la mujer que lo protegía". Movido por el respeto y el amor filial que su padre le inculcó, aceptó sin dudar ante aquella petición. A pesar de sentirse triste por la inminente partida de su padre, el descubrimiento de la inesperada existencia de un hermano y de la mujer que era su madre, hizo emerger en él la ilusión de pertenecer a una nueva familia, esa familia que la muerte le arrebató porque a sus treinta y un años ya no tenía ni madre ni padre.
Cristabell, motivada por el miedo causado ante una recaída inesperada del padre de Oliver, su hijo, cuando se encontraba en una de sus acostumbradas visitas; le hizo un juramento de sangre y amor: "acobijar en su pequeña familia a su hijo, Diego." Aunque no conocía personalmente al hijo mayor, Cristabell sabía que al conocerle, el hombre se ganaría su cariño y su corazón de la misma manera como lo había hecho, Arturo. Ella tenía la confianza de que ambos se llevarían muy bien porque así se lo había asegurado Arturo.
Sin embargo, las cosas no ocurrieron como aquellas tres personas llegaron a pensar.
La imagen idealizada que Diego se forjó de la dama involucrada con su progenitor, se desmoronó el día que la conoció. Cristabell Montoya, no era lo que él creyó. Aquella mujer resultó ser demasiado jovencita para su envejecido padre, por lo que una desconfianza visceral se apoderó de su corazón transformándose en un desmesurado vilipendio. Con solo mirarla, Diego tenía bien claro que aquella mujer no era más que una caza fortunas, que había visto en la riqueza de su padre la oportunidad de asegurar su futuro. Mientras que para Cristabell, Diego Bustamante resultó ser todo un patán, un ser despreciable totalmente contrario a todas las excelentes referencias que Arturo siempre le contó. El hijo mayor del difunto resultó ser un hombre grosero, descortés, hoscoso y para colmo; gruñón. A Cristabell solo le bastó unos minutos para conocer su verdadera personalidad, creando en su corazón un descomunal desprecio.
Y como si eso no fuera suficiente, la lectura del testamento de don Arturo Bustamante no hizo más que avivar las llamas del repudio que en ambos había nacido al conocerse. Como era de pensar, Cristabell y Oliver, niño inocente que para Diego era la viva prueba de una manipulación muy bien pensada de parte de la mujer, aquellas dos personas fueron beneficiadas generosamente en el testamento. Pero esa generosidad no fue lo que descolocó a Diego, la estipulación que lo dejó helado fue la insólita y descabellada cláusula impuesta por su padre: Que tanto él como su amante debían cohabitar en la mansión de los Bustamante durante seis meses. Si ambos adultos no cumplían con aquel acuerdo todos los beneficiarios de la herencia perderían sus derechos y lo que era peor, la patria potestad del niño pasaría a manos de un tercero.
Diego y Cristabell, dos almas que se detestaban con una intensidad casi palpable, se vieron obligados a aceptar un destino compartido. Por el bien del niño, por el futuro de todos los beneficiaros de la herencia y sobre todo, por ese juramento de Sangre y Amor que ambos sellaron con el difunto; los dos debían soportarse durante el tiempo establecido. La mansión Bustamante, testigo silencioso de una vida pasada, se convertiría ahora en el campo de batalla de una convivencia forzada, un lugar donde el desprecio inicial podría, quizás, transformarse en algo completamente inesperado.
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Editado: 13.11.2025