El aire en la habitación era denso, pesado, cargado con el aroma dulzón de los desinfectantes y el inconfundible hedor de la desesperación. Liam apretaba la mano de Sarah, sus nudillos blancos contra la piel pálida de ella. Cada respiración de Sarah era un suspiro, un esfuerzo titánico que rasgaba el silencio. Sus ojos, antes tan vibrantes, ahora eran pozos oscuros, hundidos por la enfermedad que la consumía.
—Liam... —su voz era un susurro apenas audible, una brisa que se desvanecía. Él se inclinó, su oído pegado a sus labios, temiendo perder una sola palabra.
—Estoy aquí, mi amor. Siempre. —Su propia voz sonaba extraña, ronca, como si no le perteneciera.
—Isabella... —murmuró Sarah, y el nombre de su hermana se clavó en el pecho de Liam como una estaca de hielo. Giró la cabeza, sus ojos encontrándose con los de Isabella, que estaba de pie en la esquina más alejada de la habitación, una figura pequeña y frágil, con los ojos enrojecidos y el rostro surcado por las lágrimas. La odiaba. Odiaba su presencia, su existencia, la forma en que Sarah la miraba con tanto amor, un amor que él sentía que le era robado.
—Cuídala, Liam. Prométemelo. —La voz de Sarah se hizo más fuerte, con una urgencia que lo sorprendió. Sus ojos se fijaron en los de él, llenos de una súplica que no podía ignorar. Una promesa. Una promesa a una mujer moribunda. ¿Cómo podía negarse?
Liam tragó saliva, el nudo en su garganta impidiéndole hablar. Miró a Isabella de nuevo. Ella lo observaba con una mezcla de miedo y tristeza, sus ojos grandes y acuosos. Una mocosa. Una chiquilla consentida que no entendía nada del mundo real. ¿Cuidarla? ¿A ella? La hermana de la mujer que amaba, la que, en su mente retorcida por el dolor, era la razón por la que Sarah se estaba yendo.
—Lo... lo prometo, Sarah. —Las palabras salieron de sus labios como un veneno, amargas y forzadas. El rostro de Sarah se relajó, una pequeña sonrisa de alivio curvando sus labios. Fue la última. Su mano se aflojó en la de Liam, y el último aliento de Sarah se escapó en un suspiro, llevándose consigo la poca luz que quedaba en la habitación.
El silencio que siguió fue ensordecedor. Liam se quedó inmóvil, sosteniendo la mano inerte de Sarah, el mundo a su alrededor desvaneciéndose en un velo de dolor y resentimiento. Isabella sollozó, un sonido ahogado que lo sacó de su estupor. Levantó la vista y la vio caer de rodillas, el cuerpo temblándole. La rabia se apoderó de él. ¿Cómo se atrevía a llorar? Ella no sabía lo que era el verdadero dolor. Ella no había perdido a Sarah.
Se puso de pie, la silla raspando el suelo con un sonido estridente. Isabella levantó la cabeza, sus ojos llenos de una mezcla de dolor y confusión. Liam la miró con una frialdad que helaría el infierno. La promesa. La maldita promesa. Ahora estaba atado a ella. A la hermana de la mujer que amaba, a la mujer que, en su mente, era la encarnación de todo lo que odiaba.
—No te atrevas a llorar por ella —dijo Liam, su voz baja y peligrosa, cada palabra un dardo envenenado—. Tú no la mereces. —Se dio la vuelta y salió de la habitación, dejando a Isabella sola con el cuerpo sin vida de su hermana y el peso de una promesa que acababa de sellar su destino.
Editado: 31.08.2025