El día de la boda fue un borrón de blanco y negro. El blanco inmaculado del vestido de Isabella, que parecía más un sudario que un atuendo nupcial, y el negro sombrío del traje de Liam, que reflejaba el luto en su alma. No hubo sonrisas, ni miradas cómplices, ni el más mínimo atisbo de alegría. Solo la fría formalidad de un juramento que los unía en un matrimonio sin amor.
El altar parecía un cadalso. Liam se mantuvo rígido, su mandíbula apretada, sus ojos fijos en un punto invisible más allá de la cabeza de Isabella. Ella, por su parte, parecía una muñeca de porcelana, pálida y frágil, sus ojos grandes y tristes, evitando a toda costa la mirada de su futuro esposo. La iglesia estaba llena de murmullos, de miradas curiosas y compasivas. Todos sabían la historia, o al menos, la versión que se había filtrado.
El sacerdote carraspeó, su voz resonando en el silencio tenso.
—Liam, ¿aceptas a Isabella como tu legítima esposa, para amarla y respetarla, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separe?
Liam tardó una eternidad en responder. El aire se volvió más denso, y el corazón de Isabella latió con fuerza en su pecho. ¿Diría que no? ¿La humillaría frente a todos? Un rayo de esperanza, fugaz y doloroso, cruzó por su mente. Pero luego, la voz de Liam, fría y sin emoción, rompió el silencio.
—Acepto.
Isabella sintió un escalofrío recorrer su espalda. Era real. Estaba sucediendo. Era la esposa del hombre que la odiaba. Cuando llegó su turno, su voz apenas fue un susurro.
—Isabella, ¿aceptas a Liam como tu legítimo esposo, para amarlo y respetarlo, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separe?
Ella miró a Liam. Sus ojos eran dos témpanos de hielo. La promesa a Sarah. El peso de la culpa. No había escapatoria.
—Acepto. —La palabra se sintió como una condena.
El intercambio de anillos fue mecánico, sin emoción. Cuando Liam deslizó el frío metal en su dedo, Isabella sintió que una cadena invisible se cerraba a su alrededor. El beso. El sacerdote los declaró marido y mujer, y la tradición dictaba un beso. Liam se inclinó, sus labios apenas rozaron los de ella, un contacto gélido y sin vida. Fue un simple formalismo, una actuación para el público.
La recepción fue igualmente tensa. Liam se mantuvo distante, rodeado de sus amigos y socios, que lo felicitaban con miradas de lástima. Isabella, por su parte, se sentía como un objeto de exhibición, una pieza de arte que todos observaban con curiosidad. Intentó sonreír, intentó ser amable, pero cada gesto se sentía forzado, vacío.
En un momento, se encontró a solas con Liam en un rincón del salón. El silencio entre ellos era abrumador.
—Supongo que esto es lo que querías —dijo Isabella, su voz apenas un susurro, llena de amargura. No sabía por qué lo decía, solo que las palabras se le escaparon.
Liam giró la cabeza, sus ojos oscuros encontrándose con los de ella. Una chispa de algo, ¿ira? ¿desprecio?, brilló en sus profundidades.
—¿Lo que quería? -Su voz era baja, peligrosa-. Lo que quería era que Sarah estuviera viva. Esto... esto es una obligación. Una promesa que me ata a ti. No lo olvides.
Isabella sintió un pinchazo en el corazón. Sabía que era verdad, pero escucharlo de sus labios era un golpe. Se encogió, sus ojos llenándose de lágrimas que se negó a derramar.
—Y yo... ¿qué crees que quería yo? -replicó, su voz temblorosa. ¿Casarme con el hombre que odia mi existencia? ¿Vivir a la sombra de mi hermana muerta? No soy tan ingenua como crees, Liam.
Liam soltó una risa amarga, sin humor.
—Ingenua o no, ahora eres mi esposa. Y te aseguro que haré que te arrepientas de cada día que pases a mi lado. —Se dio la vuelta y la dejó sola, el eco de sus palabras resonando en el vacío del salón. Isabella se quedó allí, sintiendo el peso de su nueva realidad, el frío del anillo en su dedo y la certeza de que su vida se había convertido en una prisión de oro.
Editado: 31.08.2025