La mansión de los Hayes era una obra de arte arquitectónica, un monumento al lujo y al buen gusto. Pero para Isabella, se había convertido en una jaula dorada. Cada pasillo, cada habitación, cada rincón, le recordaba la ausencia de Sarah y la presencia gélida de Liam. Él se había sumergido en su trabajo, pasando la mayor parte del día en su oficina o en reuniones, y cuando estaba en casa, su presencia era tan distante como la de un fantasma.
Isabella intentó llenar el vacío. Exploró la inmensa biblioteca, se perdió en los jardines meticulosamente cuidados, incluso intentó ayudar a la ama de llaves, la señora Evans, una mujer de mediana edad con una mirada severa pero un corazón sorprendentemente amable. Pero nada parecía aliviar la opresión en su pecho, esa sensación de estar atrapada en un lugar que, a pesar de su opulencia, se sentía vacío de calidez.
Una tarde, mientras Liam estaba en su estudio, Isabella se atrevió a acercarse. La puerta estaba entreabierta, y pudo escuchar el tecleo constante de su ordenador. Dudó un momento, el corazón agitándose en su pecho, pero la necesidad de romper la monotonía y la frialdad la impulsó. Luego, llamó suavemente.
—¿Liam? —Su voz sonó pequeña, casi un susurro, en el inmenso espacio que la rodeaba.
El tecleo se detuvo abruptamente. Liam levantó la vista de la pantalla, sus ojos oscuros fijos en ella. No había sorpresa, solo una fría indiferencia que la golpeó como un muro. No había rastro de la tormenta de la noche anterior, solo la familiar distancia.
—¿Qué quieres, Isabella? Estoy ocupado.
Ella se encogió un poco, sintiendo cómo el rechazo se instalaba en su estómago, pero se obligó a mantenerse firme. Había practicado esta conversación en su mente mil veces, buscando las palabras adecuadas para romper el hielo, para ser vista, no solo como un recordatorio de Sarah.
—Solo... quería saber si necesitabas algo. O si... si querías cenar juntos esta noche. La señora Evans preparó tu plato favorito.
Liam soltó una risa sin humor, volviendo su mirada a la pantalla, como si ella fuera una mosca molesta.
—No necesito nada de ti, Isabella. Y no, no cenaré contigo. Tengo trabajo. —Su tono era cortante, final, sellando la conversación antes de que pudiera continuar.
Isabella sintió un pinchazo de dolor, un recordatorio agudo de su insignificancia para él. Se dio la vuelta para irse, pero algo dentro de ella se rebeló. Una punzada de rabia, pequeña pero persistente, comenzó a crecer en su interior, alimentada por meses de indiferencia.
—¿Sabes, Liam? —dijo, su voz más fuerte de lo que esperaba, resonando en la quietud del estudio—. A veces me pregunto si alguna vez te detienes a pensar en alguien más que en ti mismo y en tu... tu dolor. Sarah no querría esto. No querría que vivieras así, consumido por la amargura.
Liam se levantó de golpe, sus ojos brillando con una furia repentina que la hizo retroceder un paso. Se acercó a ella, su imponente figura proyectando una sombra sobre ella, como si quisiera devorarla.
—No te atrevas a hablar de Sarah. Tú no sabes nada de lo que ella querría. Tú no la conocías. —Su voz era un gruñido, cada palabra cargada de veneno, como si el nombre de su hermana fuera un arma que ella no tenía derecho a empuñar.
—¡Claro que la conocía! ¡Era mi hermana! —replicó Isabella, la rabia desbordándose, liberando la frustración acumulada—. Y sí, sé que no querría que fueras un amargado que se esconde en su estudio, ignorando a la persona con la que se casó. ¡Me casé contigo, Liam! ¡Por ella! ¡Por tu promesa! ¿Y así es como me tratas?
Liam la miró con desprecio, una expresión que la hirió más profundamente que cualquier palabra. —Te trato como te mereces. Eres una niña caprichosa que no entiende el mundo real. Siempre lo fuiste. Siempre viviste a la sombra de Sarah, y ahora que ella no está, crees que puedes ocupar su lugar. Pues te equivocas, Isabella. Nadie puede ocupar su lugar. Y tú, menos que nadie.
Las palabras de Liam la golpearon como puñales, cada una más cruel que la anterior. Isabella sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas, pero se negó a derramarlas. No le daría esa satisfacción. Levantó la barbilla, su mirada desafiante, aunque por dentro se sentía quebrada.
—Tienes razón, Liam. No soy Sarah. Y nunca lo seré. Pero tampoco soy la niña que crees que soy. Y te aseguro que no me quedaré aquí, marchitándome en tu jaula dorada. —Se dio la vuelta y salió del estudio, dejando a Liam solo con el eco de sus palabras y la creciente sensación de que, quizás, había subestimado a su esposa.
Editado: 31.08.2025