Mi vida, hasta las 10:32 a.m. de aquel martes de octubre, era un código perfectamente compilado. Un algoritmo sin bugs, una sinfonía de cláusulas donde cada nota caía exactamente donde debía. Había construido mi existencia como quien arma un caso judicial impecable: cada prueba en su lugar, cada argumento sostenido por precedentes irrefutables.
Carpeta A: Académica. • Subcarpeta A1: Calificaciones. Promedio: 9.8. Tan pulcro como un alegato final. • Subcarpeta A2: Beca de Liderazgo "Futuros Juristas". Sellada con lacre de excelencia. • Subcarpeta A3: Simulacro de Juicio Anual. Posición: Fiscal Principal. Victoria tan segura como la gravedad.
Carpeta B: Personal. • Subcarpeta B1: Relación Sentimental. Novio: Francisco. Predecible como el artículo primero de la Constitución, futuro notario con el carisma de un poder notarial. • Subcarpeta B2: Vida Social. Optimizada como un contrato mercantil: máxima eficiencia, mínimas cláusulas de escape.
Todo funcionaba con la precisión de un reloj suizo sumergido en formol. Era un ecosistema legal perfecto donde yo, Roxana Valdés, reinaba como jueza suprema de mi propio tribunal existencial. Mi teléfono vibraba con recordatorios programados cada quince minutos. Mis lápices —Faber-Castell HB, nunca menos— se alineaban en paralelo perfecto sobre mi escritorio. Hasta el café que bebía seguía un protocolo: negro, sin azúcar, exactamente a las 7:47 a.m., temperatura óptima 82°C.
Hasta las 10:33 a.m.
El universo, ese abogado del diablo con un sentido del humor perverso, decidió presentar una moción inesperada.