Mi vida, hasta las 10:32 a.m. de un martes, era un código perfectamente compilado. Cada aspecto estaba ordenado, etiquetado y archivado en su subcarpeta correspondiente.
Carpeta A: Académica.
Subcarpeta A1: Calificaciones. Promedio: 9.8. Impecable.
Subcarpeta A2: Beca de Liderazgo "Futuros Juristas". Asegurada.
Subcarpeta A3: Simulacro de Juicio Anual. Posición: Fiscal Principal. Victoria inminente.
Carpeta B: Personal.
Subcarpeta B1: Relación Sentimental. Novio: Francisco. Estable, predecible y futuro notario. Cero dramas.
Subcarpeta B2: Vida Social. Optimizada para máxima eficiencia y mínimo desgaste.
Todo funcionaba. Era un sistema legal perfecto, un ecosistema de orden donde yo, Roxana Valdés, era la jueza suprema.
Hasta las 10:33 a.m.
Fue entonces cuando el arma de destrucción masiva más potente del campus fue detonada: un chisme cortesía de Angélica Ramos.
Angélica era el tipo de persona que, si el carisma fuera ilegal, estaría cumpliendo cadena perpetua. Flotaba por los pasillos de la Facultad de Derecho como si fueran una pasarela, con su cabello rubio perfectamente ondulado y una sonrisa que podía encantar a un profesor para que le subiera la nota o convencer a la cafetería de que le dieran el último croissant de chocolate. Era la "princesa" no oficial de la facultad, y su arma favorita no era un código penal, sino un rumor bien colocado.
Y yo era su nuevo objetivo.
El rumor era una obra de arte de la difamación. Absurdo, pero con la suficiente apariencia de verdad para ser letal. Supuestamente, durante la preparación para el simulacro de juicio, yo había "obtenido pruebas de manera antiética". La versión que corría como la pólvora por los grupos de WhatsApp decía que había coqueteado descaradamente con un empleado de la biblioteca para conseguir acceso a los archivos privados del equipo contrario.
¿Yo? ¿Coqueteando? ¡Por favor! Mi idea de coquetear era prestarle a Francisco mi ejemplar subrayado del Código Civil.
El primer indicio del desastre fue un correo del comité de becas. Asunto: "Revisión Urgente de su Estatus". Mi estómago se convirtió en un nudo de jurisprudencia sin resolver. El segundo fue la mirada helada de mi propio equipo de debate. El tercero, y el más doloroso, fue un mensaje de Francisco: "Roxana, tenemos que hablar. Esto afecta mi imagen".
¡Su imagen! ¡Como si mi reputación fuera un accesorio que no combinaba con sus zapatos!
Humillada y furiosa, me escondí en el único lugar donde nadie te molesta: la sección de Derecho Mercantil Comparado de la biblioteca. Un cementerio de libros que nadie había abierto desde 1987. Fue allí, oliendo a polvo y a justicia denegada, donde lo vi por primera vez. Bueno, no la primera vez, pero sí la primera vez que realmente lo vi.
Diego Cifuentes.
Estaba a unos metros, de espaldas a mí, intentando alcanzar un libro del estante más alto. Diego era... bueno, era el novio de Angélica. El "príncipe consorte". Carismático, popular y, según los rumores, dueño de una sonrisa capaz de resolver conflictos internacionales. Yo siempre lo había clasificado en la subcarpeta mental: "Personas a Evitar para Mantener la Paz".
Se estiró, y la camiseta se le ajustó a la espalda. Era una buena espalda. Sólida. Confiable. ¡Roxana, concéntrate! Estás en medio de un colapso existencial.
Soltó un suspiro frustrado, incapaz de alcanzar el libro. Y entonces, hizo algo que ningún estudiante de Derecho en su sano juicio haría: se subió a la estantería. Con una agilidad sorprendente, apoyó un pie en el segundo estante y se impulsó hacia arriba.
El pánico se apoderó de mí. ¡Eso iba contra el reglamento de la biblioteca, sección 3, párrafo B! ¡Peligro de caída! ¡Posible demanda por daños a la propiedad universitaria!
Antes de poder procesarlo, mi boca se movió por sí sola.
—¡Cuidado! —chillé en un susurro agudo, el tipo de sonido que hace un ratón al ser pisado.
Mi "advertencia" tuvo el efecto contrario. Sorprendido, Diego perdió el equilibrio. Por un segundo eterno, se tambaleo en el aire, con los ojos abiertos como platos. El libro que intentaba coger, un pesado tomo de Derecho Romano, se precipitó hacia el suelo.
Directo hacia mí.
No hubo tiempo para pensar. Solo para reaccionar. Me lancé hacia adelante, no para salvarme a mí, sino para salvar el libro. ¡Esa era una primera edición!
El libro aterrizó en mis brazos con un ¡PUM! que me sacó todo el aire. Diego, en un intento desesperado por no caer, se agarró a la estantería, que se tambaMancio peligrosamente.
—¿Estás bien? —preguntó él desde su precaria posición, con la voz llena de una preocupación genuina que me descolocó por completo. Su rostro estaba al revés desde mi perspectiva, su pelo castaño desafiando la gravedad y sus ojos fijos en mí.
—El libro está a salvo —jadeé, abrazando el tomo como si fuera un bebé.
Una sonrisa lenta y deslumbrante se dibujó en su cara invertida. No era la sonrisa arrogante que esperaba del novio de Angélica. Era cálida, divertida y... encantadora. Maldita sea.
—Menos mal —dijo, y finalmente se dejó caer al suelo con una agilidad que me hizo parpadear—. Mi heroína. Salvaste a Justiniano de una muerte segura.
Se acercó y me tendió una mano para ayudarme a levantar. Su mano era grande y cálida, y el simple contacto envió una corriente eléctrica por mi brazo que no estaba en ninguno de mis esquemas.
—Soy Diego. Y tú eres Roxana Valdés, ¿verdad? La fiscal estrella. He oído hablar mucho de ti.
Mi corazón se detuvo. He oído hablar mucho de ti. ¿Qué habría oído? ¿La versión oficial de mi brillantez académica o la nueva y mejorada versión de la "sirena de la biblioteca"?