Mi vida, hasta las 10:32 a.m. de aquel martes de octubre, era un código perfectamente compilado. Había estructurado mi existencia como quien arma un caso judicial impecable: cada prueba en su lugar, cada argumento sostenido por precedentes irrefutables.
Todo funcionaba con la lógica incuestionable de un algoritmo. Era un ecosistema legal perfecto donde yo, Roxana Valdés, presidía como jueza suprema de mi propio tribunal existencial. Mi teléfono vibraba con recordatorios programados cada quince minutos. Mis lápices —Faber-Castell HB, nunca menos— se alineaban en paralelo perfecto sobre mi escritorio. Hasta el café obedecía un protocolo estricto: negro, sin azúcar, exactamente a las 7:47 a.m., temperatura óptima 82°C. Era mi testigo mudo, mi declaración jurada de que todo seguía bajo control.
Hasta las 10:33 a.m.
El universo, ese abogado del diablo con un sentido del humor perverso, estampó su firma en mi destino con tinta invisible. Y yo, sin saberlo, estaba a punto de enfrentar el juicio más implacable: el que no admite alegatos.
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