Aceptar tomar un café con Diego Cifuentes fue un acto impulsivo, una decisión tomada en el calor de la batalla emocional. Pero en los veinte minutos que transcurrieron entre que salimos de la biblioteca y llegamos a "El Tintero", mi cerebro de abogada ya había tomado el control, intentando desesperadamente imponer orden en el caos de la atracción y la venganza.
Mientras caminábamos, yo no veía a un chico guapo a mi lado; veía a un testigo clave, al principal activo en mi caso contra Angélica Ramos. Y una interacción tan crucial no podía dejarse al azar.
—Oye, sobre el café —dije, mi tono más formal de lo que pretendía—. Propongo que optimicemos el tiempo. Podríamos establecer una agenda de temas de conversación para asegurar una comunicación fluida y productiva.
Diego se detuvo a mitad de camino y se giró para mirarme, una ceja perfectamente arqueada. —¿Una... agenda? ¿Para tomar un café?
—Por supuesto —respondí, como si fuera la cosa más normal del mundo—. Podríamos empezar con temas de bajo riesgo, como el clima o el rendimiento académico general. Luego, proceder a intereses comunes, para lo cual necesitaría un breve resumen de tus hobbies. Finalmente, podríamos concluir con una anécdota personal mutuamente acordada. Evitaría silencios incómodos y maximizaría la eficiencia del encuentro.
Él me miró fijamente durante un largo segundo. Vi una sucesión de emociones cruzar su rostro: primero, una confusión absoluta; luego, una chispa de incredulidad; y finalmente, para mi total desconcierto, una sonrisa lenta y genuina que le iluminó la cara.
—Roxana Valdés —dijo, y la forma en que pronunció mi nombre hizo que mi estómago diera un vuelco—, eres fascinante.
No era la reacción que esperaba. Mi lógica dictaba que mi propuesta era práctica. Su reacción, sin embargo, no estaba en ninguno de mis manuales.
—No vamos a tener una agenda —continuó, reanudando la marcha y acortando la distancia entre nosotros para que nuestros brazos se rozaran ligeramente—. Vamos a hacer algo mucho más arriesgado. Vamos a improvisar.
La palabra "improvisar" me provocó una pequeña descarga de pánico. Improvisar era para músicos de jazz y actores de comedia, no para futuras abogadas que basaban su existencia en la preparación meticulosa.
—Pero la improvisación tiene un alto margen de error —argumenté, mientras entrábamos en la cafetería—. Y un alto potencial de recompensa —replicó él, guiándome hacia una mesa—. ¿Dónde está la diversión si ya sabes cómo va a terminar la conversación?
Mientras nos sentábamos, me di cuenta de que mi "Protocolo de Seducción Abreviado" ya había sufrido su primer gran revés antes incluso de pedir el café. Mi intento de controlar la situación no solo había fracasado, sino que, de alguna manera inexplicable, parecía haberle gustado.
Él me observaba desde el otro lado de la mesa, con una expresión divertida y curiosa, como si yo fuera un rompecabezas que estaba deseando resolver. Y en ese momento, una nueva cláusula se añadió a mi caso mental: el testigo no solo era el instrumento de mi venganza, sino que también era un factor de riesgo incalculable para mi propio corazón. El plan ya se estaba complicando. Y, para mi horror, una pequeña parte de mí estaba deseando ver cuán complicado podía llegar a ser.
Mi plan, redactado mentalmente en los 47 segundos que tardamos en salir de la biblioteca, era una obra maestra de estrategia legal aplicada al coqueteo. Lo llamé "Protocolo de Seducción Abreviado".
Fase 1: Establecer Rapport. (Sonreír. Asentir. No mencionar el Código Penal).
Fase 2: Contacto Físico Accidental. (Un roce de manos al coger el azúcar. Sutil. Efectivo).
Fase 3: Vulnerabilidad Calculada. (Compartir una anécdota ligeramente embarazosa pero adorable. Evitar temas como la inminente ruina de mi reputación).
Fase 4: Cierre Impactante. (Una mirada intensa y prolongada antes de marcharme, dejándolo con ganas de más).
Era infalible. Era metódico. Era tan romántico como un contrato de arrendamiento.
La realidad, por supuesto, fue un caos.
Llegamos a "El Tintero", la cafetería del campus que siempre olía a café quemado y a pánico pre-examen. Diego, con una facilidad que me irritaba, consiguió la única mesa libre junto a la ventana. Me senté frente a él, sintiendo mi corazón latir al ritmo de una impresora averiada.
—Dos capuchinos, por favor —le dijo a la camarera sin siquiera preguntarme. Luego se volvió hacia mí—. ¿O preferías otra cosa? Perdona, asumí que a todo el mundo le gusta el capuchino. Es como el "chico bueno" de los cafés, ¿no? Imposible que te caiga mal.
Análisis: El objetivo muestra consideración post-facto. Es un gesto torpe pero genuino. Procede con la Fase 1.
Forcé una sonrisa que, esperaba, pareciera coqueta y no el rictus de alguien que acaba de morder un limón. —El capuchino es perfecto. Una elección... segura.
—Exacto —dijo, y su sonrisa iluminó el rincón oscuro de la cafetería—. Yo soy más de espresso doble. Directo, sin rodeos. Pero hoy me siento diplomático.
La conversación que siguió fue un campo de minas. Intenté guiarla hacia temas ligeros, pero mi cerebro, traicioneramente, solo podía pensar en mi desgracia.
—Y... ¿qué opinas de la nueva normativa sobre propiedad intelectual en entornos digitales? —solté, e inmediatamente quise que la tierra me tragara.
Diego parpadeó, pero en lugar de parecer aburrido, una chispa de diversión apareció en sus ojos. —¿Estamos teniendo una cita o preparando un examen?
¡Alerta! ¡Alerta! ¡Desviación del Protocolo!
—¡Una cita! —dije, quizás demasiado alto. Varias cabezas se giraron—. Es decir, esto. Lo que sea que sea esto. Es agradable.
Fase 2. Necesito contacto físico.
Llegaron los cafés. Era mi oportunidad. Cuando él fue a coger el azucarero, moví mi mano para hacer lo mismo. Mi plan era un roce delicado, un momento eléctrico. En la práctica, mi mano, temblorosa por la cafeína y los nervios, se estrelló contra la suya con la sutileza de un martillo. El azucarero volcó, creando una duna de azúcar blanca sobre la mesa.