Aceptar tomar un café con Diego Cifuentes fue como rubricar mi propia sentencia de muerte con tinta invisible: sabía que las consecuencias serían devastadoras, pero no podía ver exactamente cómo hasta que fuera demasiado tarde para borrar mi firma.
En los veinte minutos que transcurrieron entre la biblioteca y El Tintero —veinte minutos que se expandieron y contrajeron como tiempo cuántico— mi cerebro, ese tribunal supremo que normalmente dictaba sentencias con la frialdad de un bisturí estéril, se había convertido en un circo de tres pistas donde los malabaristas lanzaban dagas encendidas y los equilibristas caminaban sobre cables de alta tensión mientras abajo los leones rugían.
El sol de octubre golpeaba el pavimento con violencia tropical. Podía sentir cómo mi blusa se adhería a mi espalda, creando un mapa húmedo de mi ansiedad. Cada paso resonaba demasiado fuerte en mis oídos, como si caminara sobre un suelo hueco que amenazaba con ceder en cualquier momento.
Porque no veía simplemente a un chico caminando a mi lado, con esa gracia despreocupada de quien nunca ha tenido que medir cada paso como evidencia potencial en su propio juicio.
Tres versiones de Diego Cifuentes se superponían en un efecto de múltiple exposición, como un fallo de proyección en el cine de mi corteza cerebral:
Versión 1: El consorte del enemigo. Territorio minado, zona de exclusión, radiación nuclear. Tocar bajo pena de muerte social.
Versión 2: El instrumento de mi venganza. Frío metal esperando ser forjado en arma. Una herramienta, nada más. Nada personal. Solo justicia distributiva.
Versión 3 (la más peligrosa): El chico cuya risa —esa risa que había escapado cuando salvé el libro de Justiniano— hacía que mis neuronas ejecutaran un baile prohibido por todas las convenciones de la neurociencia respetable.
Las tres versiones coexistían, superpuestas, colapsando y expandiéndose según él movía la cabeza o el sol iluminaba ese hoyuelo traicionero en su mejilla izquierda.
Editado: 12.11.2025