Mi cerebro, esa fortaleza de lógica cartesiana y orden prusiano que había resistido veinte años de existencia sin una sola brecha en sus murallas, había sido invadida por un virus con nombre y apellido: Diego Cifuentes.
No atacó mi corazón —ese órgano que nunca había sido parte del sistema operativo— sino mi lógica. Infectó mis algoritmos de juicio, corrompió mis protocolos de distancia emocional. No fue una embestida. Fue una infiltración. Silenciosa. Molecular. Como humedad que se filtra por las juntas de un expediente sellado, hasta que un día descubres que el archivo entero está comprometido y no hay forma de determinar cuándo comenzó exactamente el colapso.
Las siguientes 48 horas después de huir de El Tintero transcurrieron en un purgatorio kafkiano donde mi conciencia celebraba juicios paralelos en múltiples jurisdicciones simultáneas. Era fiscal, defensa y acusada en un proceso que no aparecía en ningún código procesal conocido, ni siquiera en los más oscuros tratados de derecho canónico medieval.
Dormía en fragmentos de veinte minutos. Comía porque mi cuerpo lo exigía, no porque recordara el sabor. Asistía a clases como un espectro con toga prestada, tomando notas que luego descubrí eran solo la misma frase repetida: No puedo hacer esto. La escribí en márgenes de apuntes, en servilletas de la cafetería, en la palma de mi mano con bolígrafo azul. Cada vez más errática. Cada vez más cerca del grito.
Una noche, entre el segundo y tercer microdespertar, soñé que estaba en una sala de audiencias construida con libros apilados. Las paredes eran tomos de jurisprudencia, el techo una bóveda de códigos civiles. Angélica me interrogaba desde un estrado elevado, su voz afilada como dictamen. Francisco dictaba sentencia desde una tarima de mármol, con corbata de seda y mirada de notario decepcionado. Diego era un espectador. Su silencio era el más elocuente. Yo estaba en el banquillo, despojada de todo atributo: sin beca, sin reputación, sin toga. Solo el caso 'Roxana'. Y el veredicto era que la evidencia no era suficiente.
Desperté con el corazón martillando contra costillas que se sentían demasiado estrechas. Me levanté, caminé hasta mi escritorio, y rompí mi cuaderno de apuntes. Quise rasgarlo, pero lo rompí. Como quien rompe un contrato. Como quien renuncia a una identidad.
Mis lápices Faber-Castell, alineados como soldados, cayeron al suelo. Uno rodó hasta el rincón donde guardaba el tubo de labial rojo. Abrí el labial y lo apliqué. Por símbolo de ruptura.
Me miré en el espejo del baño compartido. El reflejo me devolvió la mirada con ojos que no reconocía. Había algo nuevo allí. Algo que no era culpa ni deseo. Algo que se parecía peligrosamente a libertad.
El virus había hecho su trabajo. La estructura estaba comprometida. No quedaba nada que reparar.
Editado: 12.11.2025