Jurisprudencia de un desastre romántico

Capítulo 3: Artículo 12: De las Causas que Eximen de la Responsabilidad Criminal (Ninguna Aplica a Mí)

Mi cerebro, esa fortaleza de lógica y orden, estaba en estado de sitio. La invitación de Diego no era una simple propuesta; era un acto de guerra contra mi sistema de carpetas. Pasé las siguientes 48 horas en un purgatorio de análisis legal y pánico existencial.

Archivo: OPERACIÓN_VENGANZA.docx

  • Estado del Caso: En curso. Peligrosamente exitoso.

  • Evidencia Reciente (Análisis):

    • Prueba A: El mensaje de texto de Diego, recibido a las 7:34 p.m. del martes: "Oficialmente libre esta noche. Y mañana. Y probablemente el resto del semestre. Espero que eso no arruine tus planes para el viernes."

    • Prueba B: El avistamiento, el miércoles por la mañana, de Angélica discutiendo acaloradamente con Diego cerca del auditorio. Sus gestos eran dramáticos; los de él, tranquilos y resolutivos. Victoria para nuestra parte.

    • Prueba C: El mensaje de mi ex, Francisco, a las 9:12 a.m.: "He oído que te vieron con Cifuentes. Roxana, ten cuidado. Estás jugando con fuego y manchando no solo tu reputación, sino la que una vez compartimos." Borrado y bloqueado. Satisfacción inmensa.

  • Dilema Ético (Artículo 12): ¿Son mis acciones justificables? No. ¿Actúo en legítima defensa de mi honor? Argumento débil. ¿Estoy disfrutando esto más de lo que debería? Culpable de todos los cargos.

La conclusión era clara: la venganza estaba funcionando. Angélica estaba furiosa. Mi reputación, de todos modos, ya estaba por los suelos, así que, ¿qué más daba?

Pero entonces estaba la Carpeta D: Diego.

Esta carpeta no tenía subcarpetas. Era un caos. Un archivo corrupto que ralentizaba todo mi sistema operativo. Era amable. Era divertido. Me defendió. Y me invitó a un bar de mala muerte porque lo sintió "perfecto".

El viernes por la tarde, mi armario se convirtió en la escena del crimen. ¿Qué se pone una futura jurista para ir a un lugar llamado "Old Anchor"? Mi ropa consistía en blusas de seda, pantalones de vestir y trajes sastre. Lo más "casual" que tenía era un suéter de cachemira para estudiar los domingos.

Tras una hora de pánico, mi hermana menor, Carmen, una estudiante de diseño de 18 años, entró en mi habitación y me encontró en el suelo, rodeada de ropa que gritaba "reunión de la junta directiva".

—¿Vas a una cita o a una audiencia preliminar? —dijo, levantando una blusa con lazada al cuello con dos dedos, como si estuviera contaminada. —Es... complicado. —Te ves complicada. Necesitas ayuda.

En diez minutos, Carmen me había transformado. Me puso unos vaqueros que no sabía que tenía, una camiseta de una banda de rock antigua que juraba que era "vintage" y una chaqueta de cuero que olía ligeramente a ella. Me sentía como una impostora. Una abogada disfrazada de persona divertida. En mi bolso, junto a mi teléfono y un brillo de labios, metí un pequeño libro de bolsillo: "Los 100 Latinajos Jurídicos que Debes Conocer". Por si acaso. Como un amuleto.

El "Old Anchor" era exactamente como Diego lo describió: ruidoso, oscuro y pegajoso. La música de la banda en vivo golpeaba las paredes, y el aire olía a cerveza y a fritanga. Era el antónimo de mi zona de confort.

Vi a Diego en una mesa alta en la esquina. No me vio llegar. Estaba observando a la banda, con una pequeña sonrisa en los labios. Por un instante, no era el "chico popular" ni el "novio de Angélica". Era solo un chico en un bar, disfrutando de la música. Y mi corazón hizo algo estúpido, algo parecido a un salto mortal.

Cuando me acerqué, su sonrisa se amplió. —¿El libro de latinajos es para impresionar a la banda o para demandarlos si tocan mal?

Me sonrojé violentamente, dándome cuenta de que el librito sobresalía de mi bolso. —Es... un ancla a la realidad.

—Bueno, esta noche no hay realidad. Solo mala música y peores alitas —dijo, su voz una cálida vibración por encima del ruido—. ¿Quieres una cerveza?

Asentí, y mientras él se abría paso hacia la barra, me permití un momento para respirar. Esto era una locura. Estaba en una cita. Una cita real. Con el objetivo de mi venganza, que cada vez se parecía más a un chico que de verdad me gustaba.

Cuando volvió, la conversación fluyó con una facilidad que me asustó. Hablamos de todo y de nada: de la banda, de profesores ridículos, de su amor secreto por las películas de ciencia ficción de los años 50. No era el chico despistado que había imaginado. Era inteligente, observador y tenía una profundidad que su imagen pública ocultaba por completo.

—¿Sabes? —dijo, inclinándose para que pudiera oírlo mejor—. Estar con Angélica era como... actuar en una obra de teatro donde no te sabes el guion. Todo era sobre la apariencia, sobre a quién conocer, sobre la foto perfecta para Instagram. Era agotador.

Su confesión fue tan directa, tan vulnerable, que sentí que me estaba entregando una pieza de sí mismo.

—¿Y por qué estabas con ella? —pregunté, mi voz apenas un susurro.

Se encogió de hombros, mirando su cerveza. —Supongo que es más fácil seguir la corriente. Hasta que alguien te tira un libro de Derecho Romano a los pies y te recuerda que es más divertido escalar estanterías.

La intensidad de su mirada me dejó sin aliento. La banda empezó a tocar una canción más lenta, una balada de rock que llenó el espacio.

—¿Bailas? —preguntó, tendiéndome la mano. —No en público. Ni en privado. Mi coordinación es un peligro para la seguridad nacional. —Perfecto. A mí tampoco se me da bien. Estaremos equilibrados.

Me llevó a un pequeño espacio entre las mesas. Puso sus manos en mi cintura, y yo, torpemente, coloqué las mías en sus hombros. Estábamos cerca. Demasiado cerca. Podía oler su perfume, una mezcla de cítricos y algo cálido, y sentir el ritmo de su corazón a través de su camiseta.




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