5.1: El Plazo de Vigencia de las Promesas
Mi promesa a Diego—"No más candidatas sin consentimiento por escrito, notariado y en triplicado"—duró exactamente doce horas y cuarenta y tres minutos.
No porque quisiera romperla de manera activa y consciente.
Sino porque cada vez que lo veía—y lo veía mucho, demasiado, con una frecuencia que desafiaba las leyes de probabilidad estadística en un campus de tres mil estudiantes—sentía que mi pecho se partía en dos con la precisión de un bisturí legal ejecutando una incisión perfectamente documentada.
Por un lado, estaba la Roxana que quería confesar todo. Que quería decirle que me gustaba—no, que me gustaba con esa intensidad que hace que tu estómago ejecute piruetas olímpicas cuando lo ves de lejos, que el beso en Old Anchor no había sido un error sino probablemente la única decisión honesta que había tomado en meses, que todo lo que había hecho después era un acto de cobardía terminal disfrazado de nobleza sacrificial.
Por el otro lado, estaba la Roxana que sabía—con la certeza de un teorema matemático demostrado—que no merecía estar a su lado. Que había usado su corazón, su vulnerabilidad post-Angélica, como una moneda de cambio en un juego mezquino de venganza que se había salido de control.
Y esa Roxana, la cobarde con diploma en Derecho y maestría en autosabotaje, seguía ganando cada debate interno por nocaut en el primer round.
Así que, en lugar de romper la promesa abiertamente, la redefiní.
No le buscaría "candidatas románticas con potencial de relación a largo plazo".
Le presentaría "amigas potenciales con posibilidad de desarrollo orgánico de sentimientos mutuos".
Una mentirosa de primera categoría con título universitario, disfrazada de buena samaritana con intenciones puras.
La semántica legal era hermosa en su capacidad de justificar lo injustificable.
5.2: El Cuartel General de la Autodestrucción
Mi nuevo cuartel general era una mesa apartada en el segundo piso de la biblioteca—esquina noreste, junto a la ventana que daba al patio central, estratégicamente posicionada con vista a todas las entradas.
La mesa estaba cubierta con una escenografía cuidadosamente construida de legitimidad académica:
Pero lo que más me torturaba no era el fracaso de Claribel.
Era la "Guía de Supervivencia para Abogadas con Tendencias Controladoras" que Diego me había regalado.
El libro descansaba en mi bolso—siempre en mi bolso—y lo leía compulsivamente. No por sus consejos absurdos sobre comer alitas sin arruinar tu blazer.
Lo leía porque su letra estaba en cada página.
Cada trazo irregular de marcador, cada dibujo ridículo de monstruo en los márgenes, cada chiste interno que solo nosotros dos entenderíamos—todo era evidencia física de que esto era real, de que él me veía, de que había invertido tiempo y creatividad en crear algo específicamente para mí.
Y la culpa me golpeaba como martillo judicial sellando sentencia de cadena perpetua.
5.3: La Rutina de la Tortura Mutua
—¿Investigando tu próximo movimiento estratégico o simplemente admirando mi obra maestra literaria auto-publicada?
Su voz me sacó del trance.
Diego se sentó frente a mí con la familiaridad de alguien que había hecho esto cientos de veces, dejando caer una pila de libros sobre la mesa. Tres tomos sobre Historia del Cine Europeo, dos sobre Teoría Narrativa, uno sobre Monstruos en la Cultura Popular.
Mi corazón dio un vuelco—ese movimiento cardiovascular irregular que había experimentado con frecuencia alarmante desde que lo conocí.
Era nuestra rutina no oficial: él me encontraba "por casualidad", y pasábamos horas en silencio cómodo, estudiando juntos.
Bueno, él estudiaba.
Yo fingía estudiar mientras secretamente observaba cómo se concentraba—ese pequeño pliegue entre sus cejas cuando encontraba algo confuso, la forma en que mordía el extremo de su bolígrafo cuando pensaba profundamente.
Eran los momentos más felices de mi día.
Y simultáneamente los más tortuosos.
—Estaba repasando el Capítulo 3 —dije, señalando la página—. "No aceptes citas organizadas por abogadas bienintencionadas pero fundamentalmente incompetentes en asuntos del corazón." Es un consejo sólido.
—El mejor consejo del libro —confirmó, con una sonrisa que no llegó del todo a sus ojos—. ¿Sabes? Por un segundo, después de que Claribel saliera corriendo y Angélica hiciera su espectáculo, pensé que finalmente te habías rendido.
—No me rindo fácilmente —respondí, y la doble intención de mis palabras flotó en el aire—. Solo... reevalúo mi estrategia. Ajusto variables. Refino el algoritmo.
Sus ojos encontraron los míos por un segundo más largo de lo necesario.
Algo pasó en ese segundo. Algo eléctrico.
Aparté la mirada primero. Siempre apartaba la mirada primero.
Cobarde.
5.4: La Física del Casi-Contacto
Esa tarde, la tensión era casi insoportable—tangible, medible, podías haberla cortado con un cuchillo legal.
Estábamos tan cerca que nuestras rodillas se rozaban bajo la mesa cada vez que uno se movía. Roces accidentales que enviaban ondas de electricidad por mi sistema nervioso, cada uno archivado por mi cerebro como "Momentos de Contacto Físico: Reproducir Mentalmente a las 3 AM".
Cada vez que me inclinaba para leer sus apuntes, olía su perfume. Cedro y algo cítrico que ahora asociaba permanentemente con Old Anchor y besos contra paredes.
En un momento—aproximadamente a las 4:47 p.m.—señaló un párrafo en mi libro con su dedo índice.
Editado: 12.11.2025