Jurisprudencia de un desastre romántico.

Capítulo 6.B: Artículo 201 – El Derecho de la Ausencia

6B.1: La Física del Vacío

El silencio era un ruido ensordecedor.

No metafóricamente. Diego Cifuentes había descubierto que el silencio tiene volumen propio, tiene peso específico, tiene presencia física que llena espacios como gas denso.

Durante cuarenta y ocho horas—ciento quince mil doscientos segundos que había contado sin querer porque su cerebro se había convertido en reloj roto que solo medía tiempo en unidades de "tiempo sin Roxana"—el mundo de Diego se había vuelto extrañamente, perturbadoramente silencioso.

No había mensajes de texto a horas aleatorias con análisis legales completamente innecesarios sobre películas de serie B. ("Técnicamente, el monstruo de Frankenstein tiene derecho a demandar a su creador por abandono parental y negligencia emocional bajo el código civil de 1818").

No había encuentros "casuales" en la biblioteca que se sentían todo menos casuales—esos momentos donde ella aparecía en su mesa del segundo piso con la precisión de GPS militar, pretendiendo sorpresa mientras sus mejillas se ruborizaban ligeramente porque mentir no era su fuerte.

No había debates sobre si el café de la máquina expendedora constituía violación de derechos humanos según la Convención de Ginebra.

No había nada.

Solo ausencia.

Y el vacío que dejó no era simplemente falta de presencia.

Era un agujero en su pecho—literal, físico, como si alguien hubiera usado cuchara oxidada para excavar espacio donde antes había algo vital. Una presión constante que no sabía cómo aliviar, que no respondía a respiración profunda ni a distracción ni a ninguna de las técnicas que normalmente usaba para manejar ansiedad.

Se suponía que debía sentirse aliviado.

Después de todo, él había sido quien estableció los términos. Quien había dicho—con más drama del que pretendía, con voz que temblaba de frustración contenida—"No puedo seguir haciendo esto."

Había puesto un ultimátum. Había trazado una línea en la arena con la punta de su zapato como soldado marcando territorio.

Esto o nada. Honestidad o ausencia. Elige.

Pero ahora, sentado en su apartamento—un estudio de un dormitorio con ventanas que daban a estacionamiento, decorado con pósters de películas clásicas y pilas de libros que había dejado de leer hace dos días—esa línea le parecía la decisión más estúpida, más impulsiva, más contraproducente de su vida entera.

6B.2: La Caminata de la Ansiedad

Se levantó del sofá gastado—el mismo sofá donde habían visto juntos "La Invasión de los Ladrones de Cuerpos" hace tres semanas, donde ella había hecho comentarios legales sobre cada escena hasta que él la había silenciado con beso que había durado hasta los créditos finales—y empezó a caminar de un lado a otro.

No era caminar casual. Era pacing de animal enjaulado, de persona al borde de decisión importante, de alguien con energía nerviosa que necesitaba salir pero que no tenía adónde ir.

Cinco pasos hasta la ventana. Giro. Cinco pasos hasta la puerta. Giro. Repetir.

Sus manos se abrían y cerraban a sus costados, buscando algo que hacer, algo que arreglar, alguna acción concreta que pudiera tomar en situación que era enteramente emocional.

Se sentía como un idiota.

Un idiota con título universitario pendiente en Literatura Comparada pero aparentemente cero comprensión de psicología humana básica.

Le había dicho que se alejara—no con esas palabras exactas, pero el mensaje había sido claro: Decide qué quieres o déjame en paz.

Y ella lo había hecho.

Con una eficiencia quirúrgica que solo Roxana Valdés podía lograr.

Sin drama. Sin mensajes largos explicando por qué. Sin llamadas llorosas a medianoche.

Simplemente... desapareció.

Como si hubiera creado protocolo de ausencia, lo hubiera ejecutado con precisión militar, y hubiera archivado su existencia en carpeta titulada "Relaciones Terminadas - No Revisar".

Y eso—esa eficiencia, esa capacidad de simplemente parar—le dolía más que cualquier discusión habría dolido.

Porque significaba que ella había decidido que era más fácil eliminarlo de su vida que luchar por él.

O peor: que ella creía que él estaría mejor sin ella.

6B.3: La Honestidad Incómoda

Pero si era honesto consigo mismo—brutalmente, dolorosamente honesto del tipo que normalmente evitas a las tres de la madrugada—la mayor parte de la frustración que sentía no era con ella.

Era con él.

Consigo mismo.

Con su propia cobardía disfrazada de ultimátum.

Porque había visto la herida en sus ojos cuando le dijo que no podía seguir así.

Había visto el momento exacto en que algo se rompió detrás de su mirada—esa mirada que normalmente estaba tan controlada, tan cuidadosamente neutral, pero que en ese momento había sido pura vulnerabilidad sin filtrar.

Había sentido el temblor en su voz cuando ella había susurrado—tan bajo que casi no la escuchó—"Lo siento. No sé cómo ser diferente."

No, espera.

Eso no era exactamente lo que había dicho.

Había dicho: "No puedo darte lo que quieres."

Pero él había visto en sus ojos el subtexto: "No sé cómo ser lo suficientemente valiente para intentarlo."

Y en lugar de quedarse—en lugar de sentarse allí en esa biblioteca rodeados de testigos silenciosos en forma de libros muertos y presionar, de exigir la verdad completa, de decir "explícame por qué empezaste todo esto y entonces decidiré si me voy"—él se había ido.

Había ejecutado salida dramática digna de película.

Había dejado que su orgullo herido tomara control.

Se detuvo frente a la ventana, apoyando la frente contra el vidrio frío, viendo su reflejo transparente superpuesto sobre el estacionamiento abajo donde estudiantes entraban y salían de autos, viviendo vidas que continuaban ajenas a su crisis personal.




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