Jurisprudencia de un desastre romántico.

Capítulo 10.B: Artículo 303 – El Principio de la Buena Fe (y los Malos Videojuegos)

10.B.1 El Olor del Caos

El Pixel Palace olía a nostalgia, a electricidad estática y a una ligera capa de sudor adolescente mezclado con palomitas quemadas y el aroma químico de las máquinas de helado industrial. Era el antónimo exacto de mi zona de confort, que olía a papel viejo, café recién hecho y a la tranquila desesperación de los exámenes finales.

Llevábamos ya una hora en este templo del caos organizado, y mi cerebro estaba experimentando algo que solo podía describir como disonancia cognitiva extrema: odiaba el ruido, el desorden, la falta de estructura... pero no podía dejar de sonreír.

Era como si alguien hubiera hackeado mi sistema operativo y reemplazado mis protocolos de "evitar situaciones caóticas" con "abraza la locura y ríete mientras lo haces".

—¿En qué piensas? —preguntó Diego, observándome mientras yo estudiaba el ecosistema del arcade como si fuera un caso legal complejo.

—Estoy analizando los patrones de tráfico peatonal —admití—. Los grupos de adolescentes se congregan cerca de las máquinas de baile. Las parejas prefieren los juegos cooperativos en la esquina trasera. Los jugadores serios están en las máquinas clásicas. Es fascinante desde un punto de vista sociológico.

Diego se rió, ese sonido cálido que estaba empezando a asociar con "Valentina, estás siendo adorablemente rara otra vez".

—Solo tú podrías estar en una cita y realizar un estudio de campo antropológico simultáneamente.

—Es eficiencia multitarea —me defendí.

—Es que no puedes apagar tu cerebro ni un segundo.

—Si apago mi cerebro, ¿quién mantendrá el inventario mental de cuántas fichas nos quedan y en qué máquinas vale la pena invertir según el ratio de costo-beneficio?

—Val.

—¿Sí?

—Tenemos fichas ilimitadas. Pagamos la tarifa plana de tres horas.

—Oh. —Parpadeé—. Bueno, entonces mi análisis de costo-beneficio fue innecesario pero académicamente interesante.

Me tomó la mano y me llevó hacia el área de Skee-Ball, donde había estado dominando durante los últimos veinte minutos.

—Admítelo, Valdés —dijo, con una sonrisa triunfante después de haber ganado por vigésima vez—. Te está encantando.

No quería admitirlo. Mi orgullo profesional exigía que mantuviera al menos un vestigio de mi identidad como persona seria y organizada que definitivamente no se divertía en lugares ruidosos llenos de luces de neón y adolescentes gritando.

Pero la verdad era innegable.

—Admito que existe una correlación positiva entre la fuerza aplicada y la puntuación obtenida —repliqué, intentando sonar como si estuviera redactando un informe y no como si me lo estuviera pasando en grande—. Es un sistema satisfactoriamente predecible. Las variables son: ángulo de lanzamiento, velocidad inicial, y efecto de rotación. Una vez que controlas estas variables, el resultado es consistente. Es casi... tranquilizador.

Diego rodó los ojos con afecto.

—Acabas de describir Skee-Ball como si fuera un teorema matemático.

—Todo ES un teorema matemático si lo reduces a sus componentes fundamentales.

—¿Incluso esto? —preguntó, inclinándose para besarme rápidamente.

—Especialmente eso —respondí cuando se alejó—. Química, biología, física aplicada...

—Para —se rió—. No conviertas nuestros besos en un paper académico.

—Demasiado tarde. Ya estoy redactando la introducción mentalmente.

—Eres imposible.

—Y tú lo sabías antes de invitarme a salir.

—Tienes razón —dijo, tomando mi mano—. Y no cambiaría nada. Pero ahora, mi querida científica loca, es hora del siguiente experimento.

—¿Qué tipo de experimento?

Su sonrisa se volvió peligrosamente traviesa.

—Uno que va a romper todos tus protocolos de control.

10.B.2 La Máquina del Infierno

Me guió hacia la esquina más ruidosa y parpadeante de la sala. La música aquí era ensordecedora, una mezcla de K-pop, reggaetón y canciones pop en inglés que se superponían en una cacafonía que probablemente violaba regulaciones de contaminación acústica.

Y entonces la vi.

La máquina de baile.

Dance Dance Revolution en todo su esplendor cromado y cruel. Un artefacto de tortura medieval disfrazado de entretenimiento, con dos plataformas metálicas divididas en paneles direccionales y una pantalla masiva que vomitaba flechas de colores a una velocidad que violaba todas las leyes de tráfico conocidas.

Había un grupo de adolescentes alrededor, algunos jugando, otros observando y gritando ánimos o burlas. Era un coliseo moderno donde la dignidad iba a morir públicamente.

—Objeción —dije al instante, deteniéndome a tres metros de distancia segura—. Peligro inminente de lesión física. Riesgo elevado de humillación pública. Falta de precedentes en mi historial motriz. Y probable violación de mi derecho constitucional a no hacer el ridículo en espacios públicos.

—Objeción denegada —replicó Diego, subiéndose a una de las plataformas con la confianza de alguien que claramente había hecho esto antes—. Artículo 4 de nuestro tratado: "Todas las citas deben incluir un elemento de espontaneidad". Esto, mi querida abogada, es la espontaneidad en su máxima expresión.

—El Artículo 4 no incluye cláusulas sobre actividades que podrían resultar en lesiones musculares o traumatismo emocional —argumenté.

—Estás buscando tecnicismos para evitar bailar.

—Estoy aplicando interpretación legal apropiada al contrato.

—Val —dijo suavemente, extendiendo su mano—. Confía en mí. Va a ser divertido. Y si realmente lo odias, nos detenemos. ¿Okay?

Lo miré. Luego miré la máquina. Luego miré a los adolescentes que ahora nos observaban con curiosidad, probablemente esperando el espectáculo de la chica claramente aterrada enfrentándose a la máquina de baile.

Puedes hacer esto, me dije. Has argumentado ante comités disciplinarios. Has sobrevivido a presentaciones orales. Has debatido con profesores. Puedes sobrevivir a una máquina de baile.




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