Jurisprudencia de un desastre romántico.

Capítulo 12: Artículo 12 – Asociación para el Éxito

12.1 - La Fusión Empresarial

Si la cena con mis padres fue un juicio, la preparación para el simulacro de juicio fue un tratado de fusión empresarial.

La empresa "Valdés, R. – Lógica y Estructura, S.A." estaba a punto de fusionarse con "Cifuentes, D. – Encanto y Caos Creativo, Ltda.".

Y yo, la CEO de la primera, estaba a punto de tener un colapso nervioso.

—Bienvenida a mi oficina —dijo Diego, abriendo la puerta de su apartamento con una reverencia exagerada que habría sido adorable si no hubiera estado hiperventilando mentalmente.

Su "oficina" era la mesa de su cocina, que parecía haber sido víctima de una explosión en una papelería. Había libros abiertos en ángulos imposibles, tazas de café a medio terminar formando un círculo ritual sospechoso, y, como había predicho con la precisión de una vidente profesional, un montón de notas garabateadas en servilletas de papel. Una de ellas tenía lo que parecía ser un dibujo de un gato. O tal vez era un argumento legal. Con Diego, nunca se sabía.

Mi alma, amante de los archivadores con etiquetas en orden alfabético y las carpetas codificadas por colores, soltó un grito silencioso.

De hecho, creo que mi ojo izquierdo desarrolló un tic nervioso.

—¿Estás bien? —preguntó Diego, notando mi expresión de horror apenas contenido.

—Perfectamente —mentí, tratando de no mirar directamente al caos como si fuera Medusa y pudiera convertirme en piedra—. Solo... absorbiendo tu sistema organizacional.

—¿Te refieres a mi falta de sistema organizacional?

—Eso sería aceptar que hay un sistema, lo cual sería generoso de mi parte.

Diego se rió, y el sonido fue tan genuino que casi, casi, me hizo olvidar que estábamos a punto de trabajar en un espacio que violaba todos los principios de feng shui conocidos por la humanidad.

Llegué armada hasta los dientes. Dejé sobre la mesa (después de limpiar discretamente un espacio con mi codo) mi maletín de cuero que había heredado de mi madre, y saqué tres carpetas de anillas perfectamente etiquetadas: "Argumentos de la Fiscalía" en rojo, "Nuestra Defensa" en azul, y "Jurisprudencia Relevante" en verde. También saqué un cronograma de estudio impreso y laminado porque los cronogramas no laminados son básicamente sugerencias, no compromisos.

Carmen había sugerido que también trajera un desfibrilador por si Diego tenía un shock al ver tanta organización. No lo había hecho, pero ahora me arrepentía.

Diego miró mi despliegue de organización con una sonrisa divertida que recordaba a alguien viendo a un cachorro intentar atrapar su propia cola: encantado pero ligeramente preocupado.

—Vaya. Has traído refuerzos.

—Esto no son refuerzos —repliqué, intentando no mirar la servilleta que tenía una mancha de kétchup peligrosamente cerca de lo que parecía ser una idea aparentemente brillante garabateada con tinta azul—. Esto es el procedimiento estándar. La línea base. El mínimo indispensable para no descender al caos primordial.

—Caos primordial —repitió Diego, saboreando las palabras—. Me gusta. Suena como el nombre de una banda de rock.

—O como una descripción precisa de tu mesa de cocina.

12.2 - El Choque de Titanes

—De acuerdo, abogada Valdés —dijo Diego, entrando en el juego con una sonrisa que prometía problemas—. ¿Cuál es el primer punto en su agenda?

—Punto 1.1: Revisión de la estrategia de defensa —anuncié, abriendo mi carpeta azul con un movimiento que habría hecho llorar de orgullo a cualquier profesor de derecho—. He redactado el argumento principal. Es hermético.

"Hermético" era quedarse corto. Era una fortaleza. Era el Pentágono de los argumentos legales.

Le pasé una copia de mi escrito. Era una obra de arte de la lógica legal. Veinte páginas de argumentación impecable, precedentes citados correctamente según el formato APA (porque el formato Bluebook era para principiantes), y una estructura a prueba de balas que habría hecho que Perry Mason se sintiera inadecuado.

Nuestro caso era defender a un joven acusado de vender una obra de arte falsificada, y mi defensa se basaba en un tecnicismo hermoso y elegante sobre la cadena de custodia de la obra. Era el tipo de argumento que hacía que los abogados lloraran lágrimas de alegría técnica.

Diego leyó en silencio durante varios minutos. Yo esperaba un asentimiento de aprobación, quizás un aplauso lento y dramático como en las películas, tal vez incluso que me cargara en sus brazos y declarara su amor eterno por mi brillantez legal.

En cambio, frunció el ceño.

No un ceño leve. Un ceño de "Houston, tenemos un problema" nivel NASA.

—Rox, esto es... —hizo una pausa tan larga que consideré revisar su pulso— brillante. Y completamente inútil.

El silencio que siguió fue el tipo de silencio que precede a las erupciones volcánicas o a las declaraciones de guerra.

—¿Disculpa? —mi voz subió una octava, posiblemente dos. Probablemente rompí alguna ventana en un radio de tres kilómetros.

Diego dejó el documento sobre la mesa con un cuidado que sugería que estaba tratando de no provocar una explosión termonuclear.

—Es perfecto —dijo, y no sonaba como un cumplido—. Tan perfecto que no tiene alma. Ganarás el argumento legal, pero perderás al jurado. No hay una historia aquí. No hay un ápice de humanidad. Estás defendiendo un tecnicismo, no a una persona.

Mis manos se cerraron en puños sobre mi regazo.

Tenía razón.

Y eso me enfureció y me fascinó a partes iguales, como ver a alguien resolver un cubo de Rubik con los ojos vendados: irritante pero innegablemente impresionante.

—La ley no se trata de "humanidad", Diego —dije, mi voz adquiriendo ese tono de profesora que usaba cuando alguien sugería que "sentirse bien" era una defensa legal viable—. Se trata de hechos. Evidencia. Precedentes. Cosas que puedes citar y que no cambiarán dependiendo de si el jurado desayunó bien o no.




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