Jurisprudencia de un desastre romántico.

Capítulo 13-B: Artículo 51 – El Silencio del Socio

Capítulo 13-B: Artículo 51 – El Silencio del Socio

13-B.1 - Después de la Tormenta

La euforia es un combustible ruidoso y brillante, pero se consume rápido.

Como un fuego artificial: espectacular en el momento de la explosión, lleno de color y luz y ruido que hace que tu corazón lata más rápido, pero que inevitablemente se desvanece en humo, dejándote parpadeando en la oscuridad preguntándote si realmente fue tan brillante como recordabas.

Una hora después de la victoria en el simulacro de juicio, después de las felicitaciones entusiastas de Carmen ("¡LOS AMO! ¡FUERON BRILLANTES! ¡VOY A SER LA MADRINA DE SUS FUTUROS HIJOS ABOGADOS!"), los abrazos incómodos pero bien intencionados de compañeros de clase que normalmente me ignoraban, y la sonrisa inesperada del profesor Alarcón que había hecho que mi cerebro se cortocircuitara brevemente porque el profesor Alarcón NO sonreía...

El estruendo de la adrenalina se había desvanecido como una ola retirándose de la playa.

Lo que quedó fue un silencio profundo que se sentía como sumergirse bajo el agua después de estar en una fiesta ruidosa. Y un agotamiento que se sentía como un peso agradable, como una manta pesada que te abraza y te dice "descansa, lo hiciste bien, puedes parar de correr ahora."

Diego y yo nos miramos en medio del pasillo que todavía bullía con estudiantes diseccionando el juicio, y sin decir una palabra, supimos exactamente qué necesitábamos.

Escape.

Silencio.

Cada uno al otro.

13-B.2 - Regreso al Origen

Nos refugiamos en la biblioteca, nuestro campo de batalla original, ahora convertido en santuario.

No fuimos a las mesas principales donde los estudiantes diligentes se preparaban para sus propios simulacros, donde el ambiente era de competencia contenida y café frío. No fuimos a las salas de estudio privadas donde podríamos haber tenido privacidad real detrás de puertas que se cerraban.

Fuimos a la misma sección polvorienta de Derecho Mercantil Comparado donde todo había comenzado. Donde yo había estado sentada aquella primera vez que Diego había irrumpido en mi espacio organizado con su caos creativo y su sonrisa desarmante.

El aire olía exactamente igual que entonces: a victoria (bueno, ahora sí olía a victoria), a libros que nadie había abierto en décadas porque honestamente ¿quién lee sobre Derecho Mercantil Comparado a menos que sea absolutamente obligatorio?, y a ese particular olor a polvo de biblioteca que era reconfortante de una manera que no podía explicar racionalmente.

La luz entraba por las ventanas altas en rayos dorados y polvorientos, iluminando partículas que flotaban en el aire como pequeños testigos silenciosos de nuestro regreso.

No hablamos.

Y lo notable, lo verdaderamente extraordinario, era que el silencio no era incómodo. No era el silencio tenso de dos personas que deberían estar hablando pero no saben qué decir. No era el silencio vacío de una conversación que ha muerto.

Era necesario.

Era el espacio que necesitábamos para procesar el hecho de que no solo habíamos ganado—habíamos obliterado a la competencia, habíamos demostrado que nuestra estrategia poco convencional funcionaba, habíamos impresionado al profesor más difícil de impresionar en toda la facultad de derecho.

Pero más importante: lo habíamos hecho juntos.

13-B.3 - Las Reliquias de Guerra

Yo empecé a recoger mis cosas, mi movimiento metódico y automático como un ritual post-batalla. Ordenar. Clasificar. Guardar. Era mi manera de procesar, de cerrar el círculo, de poner un punto final limpio en una experiencia.

Mis carpetas codificadas por colores, que habían sido el esqueleto de nuestra defensa, el armazón sobre el cual habíamos construido nuestro caso, se sentían ahora como reliquias de una guerra pasada. Importantes, valiosas, pero también curiosamente distantes, como si hubieran pertenecido a una versión de mí que había existido hace mucho tiempo.

La Roxana de hace un mes habría considerado esas carpetas como obras maestras de organización. Y lo eran. Pero ahora, después de ver cómo Diego había tomado esa organización y la había transformado en algo vivo, algo que respiraba y latía...

Ahora eran solo el comienzo.

Diego, por su parte, estaba sentado en el suelo, apoyado contra una estantería llena de tomos sobre tratados comerciales internacionales que probablemente nunca serían tocados de nuevo. Tenía los ojos cerrados, su respiración lenta y profunda.

Parecía un soldado descansando después de la batalla. Exhausto pero satisfecho. Victorioso pero humilde.

Sus piernas estaban estiradas frente a él, su corbata aflojada (cuando había encontrado tiempo para aflojarse la corbata, no lo sé), su cabello despeinado de pasarse las manos por él durante los momentos de concentración intensa.

Era, objetivamente hablando, la imagen de alguien completamente agotado.

Era también, subjetivamente hablando, la vista más hermosa que había visto en mucho tiempo.

13-B.4 - Las Armas del Artista

Junto a él, esparcidas en el suelo de la biblioteca como evidencia de una batalla creativa, estaban sus armas de guerra:

Un puñado de servilletas de papel arrugadas, algunas manchadas con café (por supuesto), otras con lo que esperaba fuera chocolate y no algo más siniestro. Todas estaban cubiertas de sus garabatos casi ilegibles, ese tipo de letra que probablemente requeriría de un criptógrafo profesional para descifrar si no lo conocieras bien.

Eran las notas que había usado para su alegato final, las ideas que habían transformado mi lógica fría y mi estructura impecable en una historia con corazón, con alma, con la humanidad que hacía que los jurados no solo entendieran sino que sintieran.

Me agaché y recogí una de ellas con cuidado, como si fuera un artefacto frágil en un museo.

En ella, apenas legible a través de manchas y arrugas, estaba escrita la frase que me había hecho contener el aliento cuando la escuché en la sala de tribunal:




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