15.1 - La Muerte del Itinerario
El Tratado del Fin de Semana, nuestro pacto sagrado de viaje que habíamos negociado con la seriedad de diplomáticos internacionales, duró exactamente cuarenta y siete minutos desde que salimos del estacionamiento.
Cuarenta. Y. Siete. Minutos.
No llegó ni a una hora. Ni siquiera fue un número redondo respetable como cincuenta minutos o una hora exacta. Fueron cuarenta y siete minutos específicos, cronometrados por el reloj del coche que miraba compulsivamente cada tres minutos.
Yo iba al volante, siguiendo la Ruta 1 con una precisión que habría enorgullecido a un cartógrafo suizo, a un piloto de avión comercial, o posiblemente a un robot programado específicamente para conducir en línea perfectamente recta.
Mis manos estaban en la posición diez y dos del volante (la posición óptima según estudios de seguridad vial). Mi velocidad era exactamente el límite permitido, ni un kilómetro más ni menos. Mis ojos escaneaban la carretera con la vigilancia de alguien que había leído demasiados artículos sobre accidentes de tráfico.
Mi itinerario mental —ya que el físico de cinco páginas con apéndices había sido diplomáticamente "archivado" para apaciguar a Diego— indicaba con precisión militar que nuestra primera parada técnica para estirar las piernas, usar baños, y posiblemente comprar snacks saludables, sería en el mirador panorámico del kilómetro 82.
Un punto estratégico que había elegido después de investigación exhaustiva: calificación de 4.8 estrellas en múltiples sitios de reseñas de viajeros, baños públicos certificados recientemente inspeccionados, y un pequeño café que, según tres reseñas independientes, servía "el mejor café de la región" y tenía "opciones de comida sorprendentemente buenas para ser un café de carretera."
Todo iba según el plan.
La música de nuestra lista de reproducción híbrida sonaba a volumen razonable. El clima era perfecto—soleado pero no demasiado caliente. El tráfico era ligero. Los dioses del viaje por carretera estaban claramente de nuestro lado.
Y entonces Diego gritó.
15.2 - El Primer Desvío
—¡PARA EL COCHE!
El grito de Diego fue tan repentino, tan inesperado, tan absolutamente fuera de contexto, que casi me hace dar un volantazo hacia el carril contrario donde un camión semi-articulado habría hecho de nuestro viaje romántico una nota trágica en las noticias locales.
Frené bruscamente, sintiendo cómo el cinturón de seguridad se tensaba contra mi pecho, el corazón martilleándome en el pecho con la fuerza de alguien que acababa de tener un susto de muerte.
—¿Qué? —grité, mis manos aferrando el volante con tanta fuerza que mis nudillos se pusieron blancos—. ¿Qué pasa? ¿Un animal en la carretera? ¿Un pinchazo? ¿Un accidente adelante? ¿Un derrumbe? ¿Extraterrestres?
—No —dijo Diego, completamente calmado, como si no acabara de casi causar un accidente automovilístico, señalando con un entusiasmo desbordante hacia un cartel de madera descolorido al borde de la carretera—. ¡Mira eso!
Respiré profundo, tratando de calmar mi corazón que todavía latía como si estuviera corriendo un maratón.
—Diego —dije con toda la paciencia que pude reunir, que no era mucha—. Casi nos matas. Por favor, dime que hay una razón válida para ese grito que casi me causa un infarto.
—¡Hay una razón perfectamente válida! ¡Mira el cartel!
Entrecerré los ojos, siguiendo su dedo hacia el cartel en cuestión.
Era de madera, obviamente pintado a mano, con letras que variaban dramáticamente en tamaño como si el artista hubiera perdido interés a mitad del proyecto. El cartel estaba descolorido por el sol y la lluvia, inclinado en un ángulo preocupante, y anunciaba con entusiasmo cuestionable:
"EL MUSEO DE LAS MARAVILLAS OLVIDADAS DE MELQUÍNSIDEC" "¡NO SE ARREPENTIRÁ!" "(PROBABLEMENTE)" "→ 3 km"
—Diego —dije lentamente, procesando la información—. Ese cartel literalmente dice "probablemente" entre paréntesis. Eso es lo opuesto a una garantía. Es una anti-garantía.
—¡Exactamente! —exclamó él, como si acabara de probar su punto en lugar de refutar completamente cualquier argumento a favor de visitarlo—. ¡Es honesto! ¡Es auténtico! ¡Es misterioso!
—Es sospechoso.
—¡Es una aventura!
—Diego, ese nombre ni siquiera es real. Melquínsidec no es un nombre. Es una sopa de letras con aspiraciones de ser nombre.
—¡Por eso es perfecto! —insistió—. Esto, esto exactamente, es lo que significa encontrar "cosas guays" en la carretera. No está en tu itinerario, no está en ninguna guía turística, no tiene mil reseñas en internet. Es puro, sin filtrar, gloriosamente inexplicable.
15.3 - La Invocación de la Cláusula
—Además —continuó Diego, adoptando un tono formal—. Invoco oficialmente el Artículo 4, Cláusula 3, Subsección B del Tratado del Fin de Semana: La Cláusula de la Aventura y Descubrimiento Espontáneo. Que establece claramente, y cito: "El socio designado como Guardián del Caos tiene autoridad exclusiva para determinar qué constituye una 'cosa guay' digna de investigación."
Lo miré, sorprendida.
—¿Acabas de citar nuestro tratado de memoria?
—He estado estudiándolo. Es un documento importante. Requiere conocimiento exhaustivo.
—No esperaba que tú, de todas las personas, memorizaras documentos contractuales.
—Contengo multitudes —dijo con esa sonrisa—. Entonces, bajo mi autoridad contractual otorgada, declaro oficialmente que el Museo de las Maravillas Olvidadas de Melquínsidec es una "cosa guay" certificada. Tenemos que ir.
Miré el reloj. Luego miré el cartel. Luego miré la carretera adelante que llevaba a mi mirador cuidadosamente investigado del kilómetro 82.
Suspiré, una mezcla de exasperación genuina, resignación inevitable, y una pequeña—muy pequeña, casi microscópica—punzada de curiosidad que me negaba a admitir en voz alta.