La búsqueda de nuestro primer apartamento no fue una simple transacción inmobiliaria.
Fue un juicio de carácter.
Un examen final para ver si nuestras dos filosofías de vida —mi orden obsesivo y su caos creativo— podían coexistir bajo el mismo techo sin colapsar en una implosión logística que requiriera mediación legal.
Yo llegué al proceso armada con mi hoja de cálculo: "Análisis Comparativo de Propiedades Residenciales, Versión 4.7" (las versiones anteriores habían sido descartadas por "falta de rigor en la ponderación de variables").
Tenía filtros estrictos: • Proximidad al transporte público (máximo 10 minutos a pie, cronometrados personalmente). • Eficiencia energética (certificación mínima B, idealmente A). • Dos baños (la "separación jurisdiccional" era absolutamente no negociable). • Prohibición total de alfombras (riesgo de ácaros, acumulación de polvo y desorden visual). • Orientación sur para maximizar luz natural (reducción de costos eléctricos). • Sin problemas estructurales evidentes (había investigado casos de litigio por vicios ocultos).
Diego, por otro lado, llegó con un solo criterio escrito en una servilleta arrugada:
"¿Tiene alma?"
Debajo, había dibujado un corazón torcido y lo que parecía ser un gato o posiblemente una nube.
—Este tiene un 9.2 en tu escala de "Eficiencia Logística", Rox —decía, descartando un apartamento impecable con electrodomésticos de acero inoxidable y suelos de porcelanato—, pero no tiene alma. No hay un buen rincón para leer. Las paredes están pintadas de ese blanco institucional deprimente. Es como vivir dentro de una hoja de cálculo.
—El alma no paga las facturas de la calefacción —replicaba yo, aunque una parte de mí —una parte cada vez más grande— entendía exactamente a qué se refería.
Había algo estéril en esos apartamentos perfectos. Como si nadie hubiera vivido realmente en ellos, como si fueran más una idea de hogar que un hogar verdadero.