Jurisprudencia de un desastre romántico.

Capítulo 17.7: Artículo 42 – La Auditoría al Algoritmo. ///

La llave del apartamento de Diego descansaba sobre mi escritorio de roble macizo, junto a mi ejemplar subrayado y con pestañas de colores del Código Civil, edición actualizada 2024.

Brillaba bajo la luz concentrada de mi lámpara arquitectónica, un pequeño objeto metálico de latón con tres dientes irregulares que representaba un universo completo de implicaciones contractuales, emocionales y existenciales no escritas en ningún código legal.

Tener una llave.

No era un anillo de compromiso con su peso simbólico de siglos.

No era una propuesta formal arrodillada con testigos y fotografías.

No venía con un contrato prenupcial que pudiera revisar y anotar.

Pero en el lenguaje silencioso y complejo de las relaciones modernas, era un precedente legal y emocional absolutamente significativo.

Implicaba acceso irrestricto.

Confianza bidireccional.

Y un nivel de integración doméstica y vital que hacía que mi antiguo yo —aquel que planificaba hasta los temas de conversación para un café de veinte minutos y cronometraba la duración óptima de los abrazos de despedida— entrara en un estado de pánico silencioso de bajo grado pero persistente.

La había dejado allí hace tres días, desde que Diego me la entregó con una simplicidad desarmante.

Estábamos cenando fideos tailandeses para llevar (mitad picante para él, cero picante para mí, porque yo valoro la integridad de mi sistema digestivo), cuando simplemente sacó la llave de su bolsillo y la deslizó sobre la mesa entre los contenedores de cartón.

—Para ti —dijo, como si me estuviera pasando la salsa de soja—. Por si alguna vez quieres aparecer cuando no estoy, o cuando estoy pero no lo sabes, o simplemente porque sí.

Mi cerebro jurídico inmediatamente generó una lista de preguntas:

¿Cuál es el protocolo exacto de uso? ¿Requiere notificación previa? ¿Qué constituye un uso apropiado versus una invasión de privacidad? ¿Existe una cláusula de revocación? ¿Qué obligaciones implícitas acompañan este privilegio?

Pero lo único que logré decir fue:

—Oh.

Y luego, con mi característica elocuencia:

—Okay.

Había tomado la llave, la había guardado en mi bolso con reverencia, y desde entonces había vivido en mi escritorio como un pequeño objeto de estudio antropológico.

* * *

Mi primer instinto —el instinto arraigado de más de dos décadas de necesidad compulsiva de control— fue crear un nuevo documento de procesamiento:

"Protocolo de Uso de Llave de Terceros: Marco Regulatorio para Acceso a Espacio Doméstico Compartido"

Subtítulo: Establecimiento de Límites Saludables y Prácticas Óptimas

Mentalmente, ya estaba redactando las cláusulas:

Artículo 1: Horarios de Visita Apropiados. Las visitas no anunciadas solo serán aceptables entre las 10:00 y las 22:00 horas, excepto en casos de emergencia definida (muerte de familiar, apocalipsis zombie, o descubrimiento de pizza sobrante).

Artículo 2: Protocolo de Notificación. Un mensaje de texto con un mínimo de 15 minutos de antelación será considerado cortesía básica, aunque no obligatorio en casos de...

Pero me detuve con los dedos suspendidos sobre el teclado.

Guardé el documento sin escribir ni una palabra.

Esa era la antigua Roxana.

La Roxana que necesitaba un manual de operaciones para cada aspecto de la vida humana.

La que había creado una hoja de cálculo para analizar sus propios sentimientos como si fueran datos de un experimento científico.

La nueva Roxana —la que había sobrevivido a un viaje por carretera sin itinerario detallado, que había comido en restaurantes elegidos al azar, que había bailado en la lluvia sin preocuparse por arruinar sus zapatos de cuero— sabía que había una forma mejor de procesar esto.

Una forma más honesta.

Más vulnerable.

Más real.

* * *

Abrí mi portátil Dell de confianza y navegué hasta la carpeta que había marcado el verdadero inicio de mi transformación involuntaria:

"Proyecto_Análisis_Afectivo_CONFIDENCIAL".

Dentro, encontré el archivo que había creado hace meses, en lo que ahora parecía otra vida completamente:

"Caso_Cifuentes_D_AnálisisAfectivo_v3.2.xlsx"

La hoja de cálculo original que había creado para cuantificar, medir y analizar científicamente mis sentimientos emergentes hacia Diego Martínez Cifuentes.

La abrí, casi con nostalgia arqueológica, como quien desentierra un diario de la adolescencia.

Allí estaban mis viejas métricas en toda su gloria obsesivamente detallada:

  • "Nivel de Aceleración Cardíaca en Proximidad al Sujeto" (medido en latidos por minuto sobre línea base).
  • "Probabilidad de Sonrisa Involuntaria al Recordar Interacción" (porcentaje calculado a través de frecuencia observada).
  • "Índice de Distracción Académica Atribuible" (minutos de estudio perdidos pensando en el sujeto).
  • "Tiempo de Respuesta a Mensajes de Texto" (con gráfico de tendencia decreciente que mostraba mi vergonzosa ansiedad por responder cada vez más rápido).

Había incluso un gráfico de barras comparando "Nivel de Interés en Conversación" entre Diego y otras personas de mi vida social.

Diego tenía una barra que salía del gráfico.

Literalmente. Había tenido que ajustar la escala del eje Y dos veces.

Parecían los artefactos meticulosamente preservados de una civilización antigua y considerablemente menos evolucionada emocionalmente.

Como encontrar jeroglíficos que ya no puedes descifrar porque hablas un idioma completamente diferente ahora.

Reí en voz alta en mi apartamento vacío, un sonido que habría alarmado a la Roxana que creó esta hoja de cálculo.

Esa Roxana no reía sola. Esa Roxana apenas reía en absoluto.




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