20.1 — La Nueva Normalidad
La vida, después de la pequeña crisis de "Sterling & Finch", encontró un nuevo tipo de normalidad.
No la normalidad antigua, esa construida sobre cimientos de perfección fingida y secretos cuidadosamente guardados. Esta era una normalidad más fuerte, más real, cimentada no en la ausencia de grietas sino en la aceptación honesta de nuestras mutuas imperfecciones. Como un hueso que se fractura y sana más resistente en el lugar de la ruptura.
La honestidad se volvió menos un artículo en un tratado —algo que citábamos cuando convenía, que usábamos como arma en discusiones— y más un músculo que ejercitábamos a diario. A veces con torpeza, como quien aprende un nuevo idioma y tropieza con las conjugaciones. A veces con dolor, porque la verdad no siempre es amable. Pero siempre con intención, con el compromiso de elegir la incomodidad de lo real sobre la comodidad de la ilusión.
Diego me contaba ahora cuando sus padres llamaban, cuando la presión de sus expectativas lo despertaba a las tres de la madrugada con ansiedad trepando por su pecho. Yo le confesaba mis momentos de duda, esas tardes en que miraba los perfiles de LinkedIn de mis compañeros de generación y sentía el viejo impulso de medir mi valor en títulos y reconocimientos.
La solicitud de Diego a Nueva York seguía ahí, una posibilidad latente flotando en nuestro futuro como una nube que podía convertirse en tormenta o evaporarse al sol. Pero ya no era un secreto envenenando el espacio entre nosotros. Se había convertido en parte de nuestras conversaciones cotidianas, un "qué pasaría si" que abordábamos juntos durante cenas de pasta y vino barato, sopesando pros y contras con una lógica que ahora estaba honestamente teñida de emoción.
—Si te aceptan, podrías ir —le había dicho una noche, acurrucada contra su costado mientras la lluvia golpeaba las ventanas—. Yo no te lo impediría.
—Lo sé —había respondido él, besando mi cabeza—. Pero tampoco estoy seguro de que quiera ir. Estoy... considerando rechazarlo si llega la oferta.
—No por mí —había insistido—. Nunca por mí.
—Por nosotros, entonces. Hay una diferencia.
Había una diferencia. Y estábamos aprendiendo a navegar ese territorio nuevo, ese espacio entre el yo y el nosotros donde las decisiones importantes requerían más que lógica individual.
20.2 — El Fantasma en la Biblioteca
Fue en medio de esta calma doméstica —tres semanas después del descubrimiento del portátil, en un jueves templado de marzo donde el campus comenzaba a despertar de su letargo invernal— que el pasado volvió a llamar a la puerta.
O, más exactamente, me lo encontré en la sección de jurisprudencia internacional de la biblioteca.
Angélica.
Estaba sola en el pasillo C-7, entre estanterías de madera oscura que olían a papel viejo y conocimiento acumulado, sacando un libro grueso de un estante alto. Estirada sobre las puntas de sus pies, el brazo extendido, concentrada en alcanzar el volumen sin usar la escalera.
Y por primera vez desde que la conocía, no parecía una reina en su corte.
No había séquito de admiradores gravitando a su alrededor. No había esa luz particular que parecía seguirla, ese aura de poder que la hacía parecer más alta, más brillante, más importante que el resto de los mortales. Sin el escenario de sus seguidores, sin la audiencia que validaba su performance de invencibilidad, se veía... más pequeña. Casi ordinaria. Una estudiante más, cansada y sola, buscando un libro en una biblioteca un jueves por la tarde.
Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo descuidada —nada que ver con sus elaborados peinados habituales—, sin maquillaje, con ojeras pronunciadas que el fluorescente cruel de la biblioteca hacía aún más evidentes. Su suéter gris tenía una mancha de café en la manga.
Mi primer instinto fue una oleada de adrenalina pura, una respuesta pavloviana al peligro. El cuerpo recordaba antes que la mente: el pulso acelerándose, los músculos tensándose, la antigua alarma de depredador a la vista activándose con la eficiencia de meses de condicionamiento.
Mi segundo instinto fue dar media vuelta y marcharme por donde había venido, desaparecer entre las estanterías antes de que ella levantara la vista y me viera. Evitar el conflicto. Preservar la paz.
Pero me quedé.
Los pies plantados en el suelo de linóleo gastado, el libro que había venido a buscar olvidado en mis manos. Me quedé porque algo en mí había cambiado. La nueva Roxana, la que había sobrevivido a crisis reales y confesiones dolorosas, la que había aprendido que el miedo pierde poder cuando lo miras de frente, ya no le tenía miedo a los fantasmas.
Y Angélica, en ese momento, era precisamente eso: un fantasma. Un vestigio del pasado que ya no tenía el poder de lastimarme.
20.3 — El Encuentro
Ella me vio.
Su cuerpo se tensó instantáneamente, como un animal que detecta movimiento en su visión periférica. Su mano se aferró al libro recién alcanzado como si fuera un escudo, o un arma, los nudillos blanqueándose con la fuerza del agarre.
Esperé la mirada helada, esa expresión de desdén calculado que había perfeccionado hasta convertirla en arte. Esperé el comentario sarcástico, el veneno envuelto en palabras educadas, alguna observación cortante sobre mi presencia o mi apariencia o mi atrevimiento de existir en su espacio.
Pero no llegó.
En su lugar, había una expresión de cansancio. De derrota. Como si el simple acto de mantener la fachada requiriera más energía de la que le quedaba disponible ese día.
—Valdés —dijo finalmente, su voz apenas un murmullo que se perdía entre el silencio reverente de la biblioteca.
—Ramos —respondí, manteniendo mi tono cuidadosamente neutro. Ni hostil ni amigable. Simplemente... presente.
Nos quedamos así, separadas por tres metros de espacio pero conectadas por meses de historia compartida. El aire entre nosotras estaba cargado con el peso de todo lo que había pasado: las humillaciones públicas, la manipulación de Diego, mi algoritmo de venganza abandonado, la confrontación en el simulacro de juicio.