20.B.1 — El Expediente Archivado
El encuentro con Angélica en la biblioteca había sido como cerrar el último expediente de un caso largo y agotador. Uno de esos casos que consumen meses de tu vida, que llevas contigo incluso cuando sales de la oficina, que invaden tus pensamientos en la ducha y te persiguen en sueños con argumentos incompletos y evidencias por revisar.
No hubo fuegos artificiales en ese cierre. No hubo el estallido catártico que las películas nos enseñan a esperar: el discurso emotivo, las lágrimas de reconciliación, el abrazo dramático con música de fondo. Solo la tranquila satisfacción de archivar el pasado. De colocar el folder en el cajón del fondo, cerrarlo con un clic metálico, y saber que no necesitarías volver a abrirlo.
Su partida de la universidad, que se rumoreó en los pasillos durante días —algunos decían que la habían visto llorando en la oficina del decano, otros juraban que su padre la había sacado por la fuerza, los más creativos inventaban historias de escándalos y tragedias—, fue un epílogo silencioso que apenas registré. Escuché los comentarios como quien escucha el pronóstico del clima de una ciudad donde ya no vives: información técnicamente relevante pero emocionalmente neutra.
Mi mundo ya no giraba en torno a ella ni a la opinión de la gente que ella representaba. Había dejado de ser el sol alrededor del cual orbitaba mi ansiedad. Ahora era simplemente un personaje secundario en una historia que ya no me pertenecía.
Pensé que eso era todo. Que había cerrado todos los ciclos pendientes, que había alcanzado esa paz que tanto había buscado.
Pero el universo, con su sentido del humor peculiar, tenía preparada una prueba final.
20.B.2 — La Voz del Pasado
La prueba llegó una semana después, de la forma más inesperada, un miércoles a las cuatro de la tarde.
Estaba saliendo de Derecho Constitucional Comparado —mi última clase del día, todavía procesando las notas sobre sistemas parlamentarios versus presidenciales que nunca lograba recordar correctamente—, con la mente ya anticipando la tarde: estudiar dos horas en la biblioteca, encontrarme con Diego a las seis, tal vez cenar algo que no requiriera más de quince minutos de preparación.
—¡Roxana! Vaya, sigues viva.
La voz me detuvo en seco.
Me giré, y allí estaba. Francisco. Mi exnovio. El chico perfecto y predecible que me había dejado por mensaje de texto después de que el chisme de Angélica se extendiera como virus por los pasillos de la facultad. El mismo que no había tenido el coraje de enfrentarme en persona, que había elegido la cobardía de la pantalla sobre la decencia de una conversación cara a cara.
Estaba apoyado contra la pared del pasillo con una casualidad estudiada, como modelo en sesión fotográfica. El mismo porte de siempre: la misma sonrisa ensayada que había practicado frente al espejo hasta perfeccionarla, el pelo perfectamente peinado con esa cantidad exacta de gel que sugería esfuerzo sin admitirlo, el traje gris marengo que probablemente costaba más que mi renta mensual.
Todo en él era exactamente como lo recordaba. Y esa familiaridad, en lugar de traer nostalgia, solo subrayaba cuán lejos había viajado desde aquella versión de mí que había creído amarlo.
—Francisco —dije, manteniendo mi tono cuidadosamente neutral, sin una pizca de la antigua herida o la ira que alguna vez imaginé sentir si volvíamos a encontrarnos.
Era como mirar una fotografía amarillenta de alguien que apenas conocías. Podías reconocer los rasgos, recordar vagamente el contexto, pero la conexión emocional se había evaporado completamente, dejando solo esa curiosidad distante que se siente por objetos de museo.
20.B.3 — El Análisis Superficial
—He oído que te ha ido bien —dijo, empujándose de la pared para quedar más cerca, su mirada recorriéndome de arriba abajo en un escaneo que pretendía ser casual pero que se sentía como evaluación—. Ganaste el simulacro de juicio. Impresionante. Y... estás con Cifuentes ahora, ¿no?
Hizo una pausa, como si estuviera calculando el impacto de sus siguientes palabras.
—Vaya cambio. De mí a él.
En su voz había un matiz inconfundible de condescendencia. Ese tono particular que usaba cuando discutíamos sobre restaurantes ("¿En serio prefieres comida callejera cuando podríamos ir a aquel francés?") o películas ("No entiendo cómo puedes ver esas comedias románticas predecibles"). La implicación clara, apenas velada: Diego, con su actitud relajada y su desinterés absoluto por la jerarquía social de la facultad, era una elección inferior.
Un downgrade.
Una decisión cuestionable que él, con su infinita sabiduría, se sentía obligado a señalar.
La antigua Roxana —la de seis meses atrás, la que medía su valor por validación externa— se habría sentido obligada a defender su decisión. Habría preparado un argumento detallado sobre los méritos de Diego, habría enumerado sus cualidades como evidencia en un juicio, habría intentado demostrar con lógica irrefutable que había "ganado" en la ruptura.
Habría necesitado probarlo. A él. A mí misma. A los fantasmas de opiniones que poblaban mi cabeza.
Pero la Roxana que estaba allí, de pie en el pasillo con luz de tarde entrando por las ventanas sucias, simplemente se encogió de hombros.
—Sí, estoy con Diego —dije, y mi voz salió simple, directa, desprovista de defensividad—. Y soy muy feliz.
Cinco palabras. Eso fue todo. Sin elaboración. Sin justificación. Sin el ensayo de defensa que alguna vez habría preparado mentalmente durante noches de insomnio.
La simplicidad de mi respuesta pareció descolocarlo. Vi el micro-ajuste en su expresión, la forma en que sus cejas se elevaron apenas una fracción antes de que recuperara la compostura. Esperaba un drama. Esperaba que mordiera el anzuelo, que entrara en el debate, que le diera la satisfacción de verme necesitar su aprobación.
No esperaba indiferencia.