Jurisprudencia de un desastre romántico.

Capítulo 22: Artículo 12 – La Exposición de Pruebas (El Cierre Social)

22.1 — El Vestuario como Declaración

La "Fiesta de Fin de Curso de la Facultad de Derecho" siempre había sido, para mí, un evento para ser soportado, no disfrutado.

Un campo de minas social donde cada conversación era una forma velada de networking, donde cada risa era calculada para el efecto correcto, donde el objetivo nunca era divertirse sino ser visto con las personas adecuadas. Era teatro profesional disfrazado de celebración. Un simulacro de espontaneidad donde todos conocíamos nuestros papeles y los representábamos con precisión ensayada.

El año pasado había ido vestida completamente de negro, con un vestido que más parecía armadura corporativa que ropa de fiesta. Había permanecido exactamente noventa minutos —suficiente para ser vista, insuficiente para comprometerse a la diversión— y había regresado a casa sintiéndome exhausta por el esfuerzo de aparentar.

Pero este año, mientras me preparaba frente al espejo de cuerpo completo en mi habitación, todo era diferente.

Abrí mi armario y saqué el vestido negro estructurado y severo que habría sido mi elección automática. El uniforme de la antigua Roxana. Lo sostuve contra mi cuerpo, observando mi reflejo: líneas rectas, cuello alto, cero frivolidad. Era perfecto para una reunión de junta directiva. Terrible para una celebración.

Lo miré por un largo segundo, sintiendo el peso de todas las versiones anteriores de mí misma que habían usado ese vestido como escudo.

Y luego, con una sonrisa que me sorprendió por su facilidad, lo volví a guardar en el fondo del armario.

En su lugar, elegí un vestido azul oscuro que Carmen me había ayudado a comprar dos semanas atrás en uno de nuestros "días de hermanas obligatorias". Ella había insistido en que lo comprara, había prácticamente ignorado todas mis objeciones sobre "¿cuándo voy a usarlo?" y "es demasiado casual" y "no tengo zapatos que combinen".

Era más suelto, con una caída fluida que no requería planchado perfecto. Más cómodo, con tela que respiraba en lugar de constreñir. Con un color que no era negro, gris o beige —mi santísima trinidad cromática habitual—. Había sido comprado en un arrebato de espontaneidad que en ese momento me había parecido irresponsable pero que ahora se sentía como un acto de rebelión suave.

Me lo puse. Me miré en el espejo.

Y por primera vez en años, me gustó lo que vi. No la abogada. No la estudiante de honor. Solo yo.

22.2 — La Enmienda del Código de Vestimenta

Cuando Diego llegó a recogerme —puntual como siempre, pero con ese tipo de puntualidad relajada que no cronometraba cada segundo—, me miró de arriba abajo con una sonrisa de aprobación genuina que se expandía lentamente por su rostro.

—Vaya, abogada Valdés —dijo, apoyándose contra el marco de mi puerta con esa casualidad estudiada que sabía que practicaba pero que aun así funcionaba—. Veo que su código de vestimenta ha sido oficialmente enmendado.

Hizo un gesto teatral, como presentándome ante un jurado invisible.

—Ha pasado de "socia principal de un bufete de Nueva York que factura ochocientas horas al mes" a "abogada brillante que podría salvar el mundo y luego ir a un concierto indie sin cambiar de ropa". —Hizo una pausa dramática—. Me gusta la actualización. Apruebo esta enmienda con entusiasmo.

—Es mi nueva jurisprudencia personal —repliqué, acercándome para darle un beso rápido que se convirtió en uno más largo porque ninguno de los dos tenía prisa—. Caso Valdés v. Formalidad Innecesaria. La comodidad prevalece sobre la apariencia en todos los asuntos no contractuales. Precedente vinculante.

—¿Puedo citar ese caso en futuros argumentos sobre por qué deberías usar jeans en lugar de pantalones de vestir los domingos?

—Absolutamente no. Esa es una lectura excesivamente amplia del alcance de la sentencia.

—Voy a apelar.

—La apelación será denegada.

Él sonrió, tomando mi mano mientras salíamos del apartamento.

—¿Sabes? Me encanta que incluso nuestro flirteo suene como litigio.

—Es nuestra marca distintiva. Somos nauseabundamente legales.

22.3 — El Campo de Batalla Transformado

La fiesta, celebrada en el Gran Salón Márquez —uno de esos espacios universitarios que intentaban parecer elegantes pero que no podían esconder décadas de uso estudiantil—, era el caos habitual de música demasiado alta que hacía imposible la conversación normal, gente hablando a gritos para compensar, y el olor penetrante y familiar de ambición juvenil mezclado con cerveza barata y perfume demasiado aplicado.

Las luces estaban atenuadas pero con destellos ocasionales de colores que pretendían crear "ambiente festivo". Había globos en las esquinas, porque aparentemente todas las celebraciones universitarias requerían globos sin importar la edad de los participantes. Una mesa larga estaba cubierta con botanas que nadie tocaba y ponche que todos sospechaban contenía más alcohol del que el decano había aprobado.

El año pasado, este espacio me había parecido un campo de batalla. Había mapeado mentalmente las zonas de seguridad, identificado las rutas de escape, calculado los tiempos óptimos de interacción con cada grupo social.

Pero esta vez, en lugar de sentirme como una observadora externa analizando meticulosamente el comportamiento del grupo desde una distancia profesional, estaba en el centro de la pista de baile.

Riendo.

Moviéndome torpemente al ritmo de canciones pop que normalmente declaraba "demasiado comerciales" pero que resultaban perfectas para bailar sin pretensiones.

Con Diego.

Él era un bailarín objetivamente terrible —sin sentido del ritmo, con movimientos que parecían inventados sobre la marcha por alguien que nunca había visto bailar a otra persona—. Y yo era aún peor, a pesar de años de clases de ballet que mi madre había insistido eran "esenciales para una joven refinada" y que yo había odiado con pasión silenciosa.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.