—Pero el ahorro energético sí paga las facturas —agregué, aferrándome a mi lógica—. Este tiene paneles solares en el techo.
—¿De qué sirve ahorrar dinero si cada mañana te despiertas sintiéndote como en una sala de espera de dentista? —argumentó él—. Además, mira esto. —Señaló mi hoja de cálculo—. Has puesto un peso del 40% a factores económicos y solo un 5% a "sensación al entrar".
—Porque la "sensación al entrar" no es un criterio cuantificable.
—Exactamente —dijo triunfante, como si yo hubiera probado su punto—. Las mejores cosas de la vida no lo son.
Después de una semana de debates que eran mitad negociación de contrato internacional y mitad comedia romántica con toques de reality show inmobiliario, encontramos nuestro compromiso.
Un apartamento en un edificio de 1952, con historia grabada en cada grieta de sus muros.
Los suelos de madera de roble crujían como si contaran historias de todas las parejas, familias y soñadores que habían caminado sobre ellos. Había una mancha de tinta junto a la ventana del dormitorio donde, según la dueña anterior, su hijo había derramado un frasco entero intentando ser "artista" a los siete años.
Los ventanales —originales de la época, con marcos de madera que necesitaban un poco de mantenimiento pero que tenían ese encanto imposible de replicar— inundaban el espacio de luz dorada por las tardes.
Tenía la ubicación que yo necesitaba: a ocho minutos de la estación de metro, con supermercado a la vuelta de la esquina, y una farmacia las veinticuatro horas a dos cudras.
Y, para deleite absoluto de Diego, tenía una pared de ladrillo visto en el salón —"¡Auténtica! ¡De los años cincuenta! ¡Con historia!"— y un pequeño balcón francés con vistas a un parque donde los árboles cambiaban de color con las estaciones.
La cocina era más pequeña de lo que yo había planeado, pero tenía azulejos vintage que Diego describió como "perfectos" y que yo, tras examinarlos con mi linterna y lupa (sí, llevaba ambas cosas a las visitas), confirmé que estaban en excelente estado.
Y lo más importante: tenía dos baños completos.
Uno con bañera antigua de patas (que Diego inmediatamente reclamó como "su territorio de lectura"), otro con ducha moderna (que yo mentalmente marqué como "espacio de eficiencia matutina").
—Trato hecho —dije, extendiendo mi mano con formalidad.
Diego la estrechó, pero luego me atrajo hacia él para un beso que selló el acuerdo de manera mucho menos profesional y mucho más efectiva.
—Vamos a ser felices aquí —susurró contra mis labios.
Y de alguna manera inexplicable, yo lo creí.