1.2: El Derrumbe

El primer síntoma del apocalipsis llegó disfrazado de correo electrónico. Asunto: "Revisión Urgente de su Estatus de Beca".

Las palabras flotaban en la pantalla de mi laptop como evidencia incriminatoria. Mi estómago se transformó en un nudo gordiano de ansiedad jurídica, y el café de las 7:47 a.m. amenazó con regresar en un recurso de apelación orgánica. Mis dedos temblaban sobre el teclado —algo que nunca hacían, ni siquiera durante los exámenes orales más brutales— mientras releía el mensaje. Una vez. Dos veces. Siete veces, como si la repetición pudiera alterar el veredicto.

El segundo síntoma fue la mirada de mi equipo de debate. Entré al aula de Litigación Estratégica y el silencio cayó como un mazo judicial. Ojos que antes me veían como a Temis encarnada ahora me atravesaban como dagas de decepción envueltas en curiosidad mórbida. Sofía, mi co-fiscal, movió su silla cinco centímetros hacia la izquierda. Solo cinco centímetros. Pero en ese espacio microscópico cabía todo un tratado sobre la exclusión social.

El aire olía a traición con notas de perfume barato de farmacia.

El tercero, el corte más profundo, llegó mientras fingía tomar notas con mi Faber-Castell. Un mensaje de Francisco iluminó la esquina de mi visión periférica:

"Roxana, tenemos que hablar. Esto afecta mi imagen profesional."

Su imagen. Como si mi reputación fuera un accesorio que desentonaba con su corbata de seda italiana, un error de estilismo en su perfecta narrativa de futuro notario con oficina en zona colonial y clientela de apellidos compuestos.

No mencionó mi dolor. No preguntó si era verdad. Solo calculó el costo-beneficio de nuestra asociación, y yo salí en números rojos.

Mis manos apretaron el lápiz hasta que la madera crujió. Un sonido pequeño, insignificante, que solo yo escuché. La banda sonora de mi mundo fracturándose.