Me arrastré hasta el único santuario donde mi deshonra sería irrelevante: la sección de Derecho Mercantil Comparado de la biblioteca. Un mausoleo de conocimiento momifico donde los libros acumulaban polvo como pruebas periciales de su propia irrelevancia . El aire aquí tenía textura de abandono: denso, quieto, con ese olor particular que solo existe en espacios olvidados. Papel antiguo mezclado con pegamento descompuesto, ambiciones abandonadas convertidas en partículas suspendidas. Mi respiración sonaba demasiado fuerte en el silencio sepulcral.
Allí, entre estantes que gemían bajo el peso de tomos que nadie había consultado desde la Guerra Fría —uno tenía una ficha de préstamo fechada en 1987, la tinta amarillenta como una reliquia arqueológica—, no encontré consuelo.
Encontré algo infinitamente peor: un espejo. De esos que no devuelven tu imagen, sino tu esencia desnuda, y te obligan a firmar un acta de complicidad con tus peores fantasmas.
Me vi sin los filtros del éxito. Ya no era la fiscal estrella, la estudiante brillante, la novia decorativa. Era solo una arquitecta de castillos de naipes, una coleccionista de validaciones ajenas, una suplantadora de identidad con toga prestada.Toda mi identidad era una construcción frágil sobre cimientos de arena movediza, y un solo rumor —un puñado de palabras inoculadas con precisión viral— había bastado para activar el colapso estructural.
¿Quién era sin el promedio de 9.8? ¿Sin la beca con su placa dorada? ¿Sin el novio predecible y la ovación predecible después de cada alegato?
Nada.
Un expediente vacío. Un caso archivado por falta de pruebas.
Me desplomé contra la pared, permitiendo que el yeso frío traspasara la tela de mi blusa, abrazando mis rodillas como si contuvieran los escombros de mi propio naufragio. Las lágrimas que cayeron —silenciosas, porque hasta en el colapso mantenía el control del volumen— no eran de tristeza. Eran de terror existencial puro, del tipo que sientes cuando el suelo que creías sólido se revela como hielo delgado sobre un abismo.
Mis uñas, cortadas cortas y prácticas, sin barniz porque "las fiscales serias no usan esmalte de colores", se clavaron en la tela de mi falda. El dolor físico era bienvenido. Concreto.Lo único real en medio de una vida que se develaba como una ficción jurídica sostenida por pura fe.
Un sollozo escapó, ahogado contra mis rodillas. Sonó como una confesión.
Editado: 12.11.2025