Jurisprudencia de un desastre romántico.

1.3: El Refugio de los Olvidados.

Me arrastré hasta el único santuario donde nadie me buscaría: la sección de Derecho Mercantil Comparado de la biblioteca. Un mausoleo de conocimiento momificado donde los libros acumulaban polvo como evidencia de su irrelevancia. El aire aquí tenía textura: denso, quieto, con ese olor particular que solo existe en espacios olvidados. Papel antiguo mezclado con pegamento descompuesto, ambiciones abandonadas convertidas en partículas suspendidas. Mi respiración sonaba demasiado fuerte en el silencio sepulcral.

Allí, entre estantes que gemían bajo el peso de tomos que nadie había consultado desde la Guerra Fría —uno tenía una ficha de préstamo fechada en 1987, la tinta amarillenta como una reliquia arqueológica—, no encontré consuelo.

Encontré algo peor: un espejo.

No literal. Metafórico. El tipo de espejo que no refleja tu rostro sino tu alma, y descubres que no te gusta lo que ves.

Por primera vez vi mi reflejo sin los filtros del éxito. No era la fiscal estrella, la estudiante brillante, la novia perfecta. Era una arquitecta de castillos de naipes, una coleccionista de validaciones externas, una impostora con toga prestada. Mi identidad entera estaba construida sobre cimientos de arena movediza, y un solo rumor —un puñado de palabras lanzadas con malicia calculada— había sido suficiente para activar el terremoto.

¿Quién era yo sin el promedio de 9.8? ¿Sin la beca con su placa dorada? ¿Sin el novio predecible y los aplausos después de cada alegato?

Nadie.

Un expediente vacío. Una carpeta sin contenido.

Me derrumbé contra la pared, el yeso frío penetrando mi blusa de algodón, abrazando mis rodillas como quien abraza los restos de un naufragio. Las lágrimas que cayeron —silenciosas, porque hasta en el colapso mantenía el control del volumen— no eran de tristeza. Eran de terror existencial puro, del tipo que sientes cuando el suelo que creías sólido se revela como hielo delgado sobre un abismo.

Mis uñas, cortadas cortas y prácticas, sin barniz porque "las fiscales serias no usan esmalte de colores", se clavaron en la tela de mi falda. El dolor físico era bienvenido. Concreto. Real. A diferencia de mi vida, que se revelaba como una construcción de humo y espejos.

Un sollozo escapó, ahogado contra mis rodillas. Sonó como una confesión.




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