Fue en ese momento de colapso cuántico —cuando existes y no existes simultáneamente—cuando el destino, ese bromista cósmico con fetiche por la ironía, decidió presentarme a mi cómplice involuntario.
Diego Cifuentes.
El sonido llegó primero: el roce de tela contra madera, un suspiro de esfuerzo, el crujido sutil de un estante protestando. Alcé la vista, limpiándome las mejillas con el dorso de la mano —gesto inelegante, nada digno de una futura magistrada—, y lo vi.
Estaba a unos metros, de espaldas a mí, estirándose hacia un libro rebelde en el estante más alto. Diego era... bueno, era territorio enemigo. El novio de Angélica. El príncipe consorte del reino que acababa de declararme la guerra. Lo había catalogado mentalmente en la carpeta "Peligro: Material Radioactivo. No Tocar Bajo Ninguna Circunstancia". Subcategoría: "Evidencia Contaminada".
Su camiseta —gris, desgastada, con el logo descolorido de alguna banda que probablemente nunca había escuchado— se tensó mientras se estiraba, revelando una geografía de músculos que mi cerebro jurídico intentó inmediatamente clasificar y archivar bajo "Información No Relevante para el Caso".
Inadmisible, me dije, apretando los dientes. Estás en medio de una crisis existencial, no en una audiencia de reconocimiento anatómico.
Pero mis ojos, traidores, se demoraron un segundo más de lo profesionalmente aceptable en la curva de sus hombros, en cómo su cabello castaño —demasiado largo, rozando el cuello de su camiseta— se movía cuando inclinaba la cabeza.
Entonces hizo algo que violaba todos los protocolos de seguridad bibliotecaria establecidos desde el incendio de Alejandría: comenzó a escalar la estantería como si fuera una pared de escalada en roca. Un pie en el segundo estante, mano aferrada al cuarto, movimiento fluido que hablaba de gimnasios o deportes o una juventud menos catalogada que la mía.
Mi mente legal gritó en tres idiomas: ¡Violación del reglamento, sección 3, párrafo B! ¡Peligro inminente! ¡Responsabilidad civil extracontractual en ciernes!
—¡Cuidado!
El grito escapó de mi garganta como un silbato de tetera hirviendo, agudo y desesperado, destrozando el silencio sagrado de la biblioteca.
El efecto fue instantáneo y catastrófico.
Diego se sobresaltó —su cuerpo entero tensándose como cable a punto de romperse—, sus manos perdieron agarre, y por un momento surrealista quedó suspendido en el aire como un personaje de dibujos animados que aún no se da cuenta de que ya no hay suelo bajo sus pies.
El tiempo se volvió líquido, cada fracción de segundo expandiéndose en un microsegundo eterno.
El libro —un tomo ancestral de Derecho Romano que probablemente había presenciado la caída del Imperio y que ahora ese colapso estuviera reescribiéndose en mi pecho. Su lomo de cuero agrietado como piel de reptil antiguo— se precipitó hacia mí como un meteorito de sabiduría jurídica. Las páginas susurraban en su descenso, un sonido como alas de mariposa fosilizadas.
Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente.
Instinto de bibliotecaria reprimida sobreponiéndose a instinto de supervivencia. Me lancé hacia adelante, no para salvarme, sino para salvar aquella primera edición. Mis brazos se cerraron alrededor del libro con la desesperación de una madre protegiendo a su cría, y el impacto —tres kilos de conocimiento muerto cayendo desde metro y medio— expulsó el aire de mis pulmones en un jadeo poco digno.
Diego aterrizó con un golpe amortiguado a mi lado, en cuclillas, con la elegancia felina de quien domina su cuerpo, mientras yo estrangulaba el libro contra el pecho como como evidencia recuperada de la escena del crimen o como si fuera el único testigo de mi descrédito.
El polvo que levantamos formó una nube suspendida en el único rayo de sol que penetraba por la ventana sucia. Partículas doradas danzando en el aire como testigos silenciosos.
Editado: 12.11.2025