Jurisprudencia de un desastre romántico.

1.5: El Encuentro

—¿Estás bien?

Su voz, cálida y genuinamente preocupada, cayó sobre mí desde arriba. Había algo en su timbre —una textura aterciopelada, como terciopelo desgastado— que no concordaba con su filiación romántica. Los novios de las Angélicas del mundo debían tener voces arrogantes, pulidas, con ese tono de quien nunca ha dudado de su lugar en el universo.

Esta voz sonaba... humana.

Desde mi perspectiva —tendida en el suelo como evidencia en la escena del crimen de mi propia estupidez—, su rostro estaba invertido. El cabello castaño desafiaba las leyes de la física, cayendo hacia arriba en lugar de hacia abajo. Los ojos color miel —un tono específico, como la miel de café cuando la sostienes contra la luz— estaban fijos en mí con una intensidad que no estaba preparada para procesar.

Tenía una pequeña cicatriz en la ceja izquierda. Apenas visible, pero ahí. Un detalle que nunca aparecía en las fotos de Instagram.

—El libro está a salvo —jadeé, aferrándome al tomo como si fuera el último salvavidas del Titanic, mi voz saliendo en fragmentos irregulares mientras mis pulmones recordaban cómo funcionar.

Una sonrisa se dibujó lentamente en su rostro invertido. No era la sonrisa arrogante que esperaba del consorte de la reina del campus. Era algo más peligroso: genuina, cálida, con un toque de humor autodepreciativo que hacía cortocircuito en todos mis sistemas de defensa previamente calibrados.

—Mi heroína —dijo mientras se ponía de pie y se agachaba junto a mí, descendiendo con una gracia felina que no debería ser legal en alguien que acababa de caer de un estante—. Salvaste a Justiniano de una muerte indigna. Aunque técnicamente ya lleva muerto unos cuantos siglos.

Extendió una mano hacia mí.

Grande. Cálida cuando sus dedos rozaron los míos. Con callos en las yemas que sugerían una vida más allá de los códigos y los alegatos. ¿Guitarra? ¿Escalada? ¿Algún hobby que requería contacto con el mundo real en lugar de páginas amarillentas?

El contacto envió una corriente eléctrica por mi brazo que ningún manual de derecho había documentado. Artículo inexistente del Código: Del Roce de Manos que Hace que Tu Sistema Nervioso Olvide el Protocolo.

Me ayudó a levantarme, su mano firme alrededor de la mía, y por un segundo —un segundo que duró tres años jurisprudenciales— estuvimos demasiado cerca. Podía ver las motas doradas en sus ojos, contar las pestañas oscuras, oler su perfume: algo limpio, cítrico, sin pretensiones.

No era el aroma caro de Francisco, que probablemente costaba más que mi renta mensual. Era simplemente... agradable.

Me solté como si me hubiera quemado.

Porque lo había hecho.

—Soy Diego —dijo, como si no lo supiera, como si su rostro no estuviera en la mitad de las fotos de Instagram de la facultad, siempre en segundo plano, siempre con esa misma sonrisa tranquila mientras Angélica brillaba en primer plano—. Y tú eres Roxana Valdés, ¿verdad? La leyenda viviente. La fiscal que hace llorar a los testigos con solo mirarlos.

He oído hablar mucho de ti.

Las palabras cayeron como una sentencia con peso de precedente vinculante. Mi estómago se contrajo. ¿Qué versión habría escuchado? ¿La oficial —brillante, implacable, futura magistrada— o la edición especial recién lanzada por Angélica Productions: seductora sin escrúpulos, tramposa, ladrona de pruebas?

La forma en que me miraba no revelaba nada. Sus ojos color miel mantenían esa calidez, esa apertura que me desarmaba más que cualquier interrogatorio hostil.

—Solo Roxana —conseguí articular, mi voz sorprendentemente estable para alguien cuyo mundo acababa de implosionar, cuyos ojos probablemente aún estaban rojos de llorar, cuyo cabello sin duda parecía haber sobrevivido a un huracán categoría cinco.

—Bueno, "Solo Roxana" —su sonrisa se amplió, revelando un hoyuelo traicionero en la mejilla izquierda que debería estar registrado como arma de seducción masiva—, me has salvado de una humillación épica y una posible demanda por daños a patrimonio histórico. Te debo una. ¿Café? ¿Mi gratitud eterna? ¿Clases de supervivencia en altura que claramente necesito?

Su tono era ligero, juguetón, sin el peso de los rumores ni la carga de las expectativas. Me hablaba como si fuera una persona normal, no un expediente disciplinario ambulante.




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