Jurisprudencia de un desastre romántico.

1.6: La Epifanía Peligrosa

Ahí estaba él: despistado como un GPS sin señal, encantador como un virus diseñado específicamente para atravesar mis defensas antivirus, y terriblemente, irresponsablemente, criminalmente atractivo.

El novio de mi némesis.

El territorio prohibido.

La fruta del árbol envenenado con letrero de advertencia en neón.

Y entonces, en medio del caos sináptico de mi cerebro —mientras una parte gritaba ALERTA ROJA: EVACUAR, otra susurraba pero qué bonitos ojos tiene, y una tercera intentaba recordar el artículo del Código sobre conflictos de interés—, una idea comenzó a cristalizarse.

No era una idea noble. No era ética. No era siquiera particularmente inteligente. Era pura y simple venganza destilada, con un toque de autodestrucción y una pizca de locura cuantificable.

La justicia formal me había fallado. La ley, mi amante más fiel, mi religión personal, me había abandonado como Francisco planeaba hacerlo después de nuestra "conversación pendiente". El sistema en el que había confiado —códigos, reglamentos, procedimientos— se había revelado tan útil como un tratado de paz escrito en papel higiénico.

Pero el universo, en su retorcido sentido de la ironía cósmica, acababa de dejar caer en mis brazos no solo un tratado de Derecho Romano, sino la llave maestra para mi contraataque.

Angélica me destruyó con un rumor.

¿Qué pasaría si yo le devolviera el favor con algo más concreto?

¿Qué pasaría si el novio perfecto de la reina no fuera tan perfecto después de todo?

La idea era tóxica. Radioactiva. El tipo de plan que deja huellas dactilares incriminatorias por todas partes. Pero en mi estado actual —reputación en ruinas, beca en peligro, novio a punto de emitir un comunicado de disociación pública— ya no tenía mucho que perder.

Esto me destruirá, reconoció la parte racional de mi cerebro, la que aún funcionaba con lógica jurídica, la que había memorizado el Código de Ética Profesional en orden alfabético.

Pero tal vez, susurró otra voz, una que no reconocía como mía, una que sonaba peligrosamente libre, la destrucción es solo otra palabra para renacimiento.

Tal vez, continuó esa voz intrusa, es hora de que Roxana Valdés deje de ser un expediente impecable y se convierta en algo más interesante: una mujer con nada que perder.

Mi corazón latía como martillo judicial contra costillas que se sentían demasiado estrechas. Adrenalina pura recorriendo mis venas, mezclándose con los restos de terror existencial y algo más... ¿excitación? ¿anticipación? ¿El vértigo del que está a punto de saltar sin red de seguridad?

—Un café estaría bien —escuché mi voz decir, firme como una sentencia inapelable, clara como testimonio bajo juramento.

La sonrisa de Diego se expandió como evidencia de que el universo tenía, efectivamente, un sentido del humor sádico y probablemente apostaba en mi contra.

—Perfecto. Conozco un lugar donde el café es tan fuerte que podría resucitar a Justiniano. Y tienen esos brownies que deberían estar prohibidos por la Convención de Ginebra.

Mientras lo seguía fuera de aquella catacumba de conocimiento olvidado —mis pasos resonando contra el suelo de madera antigua, el libro de Derecho Romano aún apretado contra mi pecho como escudo—, sentí mi mundo perfectamente ordenado fracturarse como un vitral bajo presión.

Cada paso era una cláusula rota.

Cada latido una violación a mi propio código de conducta.

Cada respiración un testimonio de mi transformación de fiscal íntegra a... ¿qué? ¿Femme fatale? ¿Instrumento de venganza divina? ¿Idiota integral con problemas de control?

Las tres, probablemente.

Pasamos frente a una ventana y mi reflejo me devolvió la mirada: cabello despeinado, blusa arrugada, ojos brillantes con algo que podría ser lágrimas o podría ser determinación o podría ser locura temporal con tintes de permanencia.

No me reconocí.

Y eso, terriblemente, se sentía bien.

Estaba a punto de embarcarme en el caso más peligroso de mi vida: uno donde yo era simultáneamente fiscal, defensa, juez y —muy probablemente— víctima. Un caso sin precedentes, sin jurisprudencia que consultar, sin manual de procedimiento.

Que comience el juicio, pensé, mientras la luz del pasillo nos envolvía como un spotlight sobre dos actores a punto de improvisar una obra sin guion, sin ensayos, sin red de seguridad.

Diego empujó la puerta que daba al patio central, y el sol de octubre cayó sobre nosotros como un foco acusatorio. El campus bullía con vida estudiantil: risas, conversaciones, el tintineo de cubiertos en la cafetería cercana.

Un mundo normal para gente normal.

Nosotros, por razones que ninguno comprendía aún, estábamos a punto de dejar de serlo.

Esto iba a ser un desastre de proporciones jurisprudenciales.

Y por primera vez en mi vida perfectamente catalogada, meticulosamente organizada, obsesivamente controlada, no podía esperar a ver cómo terminaba.

Aunque sabía —con esa certeza que solo viene de estudiar demasiados casos de tragedia griega disfrazados de jurisprudencia— que los desastres así nunca terminan bien.

Pero tal vez, solo tal vez, el punto no era terminar bien.

Sino terminar viva.




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