Estábamos a mitad de camino cuando mi pánico alcanzó masa crítica. El silencio entre nosotros se había vuelto denso, viscoso, como aceite motor goteando. Yo, que en tribunales simulados podía argumentar durante cuarenta y cinco minutos sin notas, ahora no encontraba palabras que no sonaran extraídas de un manual de procedimientos civiles.
—Sobre este encuentro cafeinado —anuncié, mi voz adoptando ese tono de fiscal que usaba para intimidar testigos hostiles, cada sílaba afilada como cuchillo de carnicero—. Propongo establecer un protocolo de interacción verbal para optimizar el intercambio comunicacional y minimizar los riesgos de malentendidos jurídicos o emocionales de naturaleza... contractual.
Las palabras salieron de mi boca como soldados marchando en formación perfecta, cada una en su lugar designado, ninguna tocando a la otra con familiaridad inapropiada.
Diego se detuvo tan abruptamente que casi choco contra su espalda. El olor de su colonia —cedro, algo cítrico, una nota de especias que mi cerebro identificó como cardamomo— me golpeó con fuerza suficiente para alterar mi ritmo cardíaco. Se giró con la elegancia de un bailarín que ha entrenado toda su vida para ese movimiento específico, y la perplejidad pintada en su rostro era tan pura, tan genuina, que parecía un niño que acaba de escuchar a su gato hablar en alemán.
—¿Un protocolo? —repitió, saboreando la palabra como si fuera un caramelo exótico importado de otra dimensión—. ¿Para tomar café?
Sus cejas se habían elevado hasta su línea del cabello. Una pequeña arruga se formó entre ellas. Noté, contra mi voluntad, que tenía pestañas ridículamente largas para alguien que definitivamente no usaba rímel.
—Naturalmente —respondí, aferrándome a mi armadura de formalidad como un náufrago a los restos del Titanic mientras el agua helada sube por su cuello—. Podríamos comenzar con tópicos de bajo impacto emocional: condiciones meteorológicas actuales, proyecciones climatológicas a corto plazo, estadísticas académicas generales sin referencias personales identificables. Posteriormente, una vez establecido un marco de confianza básico, avanzaríamos hacia áreas de potencial convergencia de intereses —esto requeriría, evidentemente, un inventario preliminar de tus actividades recreativas categorizadas por frecuencia y nivel de compromiso emocional—. Finalmente, tras un período de adaptación mutua no menor a quince minutos, concluiríamos la interacción con una anécdota personal previamente aprobada por ambas partes, preferiblemente de naturaleza humorística pero sin componentes de vulnerabilidad que excedan el umbral de comodidad establecido. Es un sistema infalible para evitar silencios procesalmente incómodos y situaciones de exposición emocional no regulada.
Terminé mi discurso con la respiración entrecortada, como si acabara de correr un maratón argumentativo. Mis manos habían comenzado a gesticular sin mi permiso, dibujando estructuras organizacionales en el aire que solo yo podía ver.
Me observó con una intensidad que hizo que mi piel desarrollara su propio sistema nervioso independiente, completo con señales de alarma y protocolos de evacuación. Sus ojos color miel —ese tono específico de miel de café cuando la sostienes contra la luz del atardecer— parecían estar leyendo un texto invisible que yo no sabía que había escrito, uno que decía cosas como "estoy aterrorizada" y "no tengo idea de qué estoy haciendo" y "por favor, no notes que mi corazón está intentando escapar de mi pecho".
El sol capturaba las motas doradas en sus iris, convirtiéndolos en algo casi translúcido.
—Roxana Valdés —pronunció mi nombre como quien recita un conjuro antiguo, cada sílaba deliberada, cargada de significado—, eres absolutamente fascinante.
Fascinante.
La palabra cayó sobre mí como lluvia ácida dulce, como miel envenenada, como todo lo que es simultáneamente maravilloso y destructivo. No "neurótica". No "robótica". No "necesitas terapia urgente y tal vez medicación".
Fascinante.
Como si mi desastre interno fuera un espectáculo digno de atención, como si mis mecanismos de defensa mal ensamblados fueran algo que valía la pena observar en lugar de evitar.
Y eso, terriblemente, me aterrorizó más que cualquier acusación formal, más que cualquier correo sobre mi beca, más que el silencio de Francisco.
—No habrá protocolos —declaró, reanudando la marcha con pasos largos que tuve que apresurarme para igualar, acortando la distancia entre nosotros hasta que el calor de su cuerpo creó su propio microclima, una burbuja de temperatura elevada que envolvía mi brazo izquierdo—. Vamos a hacer algo revolucionario, algo que probablemente te causará urticaria existencial: improvisar.
Improvisar.
La palabra detonó en mi cerebro como una granada de fragmentación, como un dispositivo explosivo activado por palabra clave. Yo no improvisaba. Yo calculaba trayectorias, anticipaba variables, construía matrices de probabilidad con doce escenarios alternativos y tres planes de contingencia para cada uno. La improvisación era para artistas bohemios y anarquistas, no para futuras juristas con un promedio de 9.8 y una colección completa de Códigos anotados organizados por color.
Mis pulmones se contrajeron. El aire de octubre, pesado de humedad y escape de buses, se volvió espeso como gelatina.
—Yo no... improviso —conseguí decir, mi voz saliendo en fragmentos irregulares—. Mi vida entera es una estructura de control de daños preventivo.
—Lo sé —dijo simplemente, y había algo en su tono, una suavidad que no era condescendencia sino comprensión—. Por eso necesitas practicar.