Jurisprudencia de un desastre romántico.

2.2: El Campo Minado del Café

El Tintero nos recibió con su característico abrazo de vapor saturado y desesperación académica concentrada. El aire estaba denso, pegajoso, cargado de café quemado que había pasado demasiadas horas en la cafetera, sueños aplazados que se oxidaban en las esquinas, y el sudor nervioso de estudiantes en época de parciales mezclado con desodorante que había dejado de funcionar tres horas atrás.

Las paredes estaban decoradas con carteles viejos de películas francesas que nadie había visto y citas motivacionales en tipografía cursiva que nadie leía. La madera de las mesas estaba tallada con iniciales de parejas que probablemente ya se habían separado, ecuaciones sin resolver, y lo que parecía ser un intento de dibujar el sistema solar pero había salido más como una representación de la entropía cósmica.

Diego navegó entre las mesas con la confianza de un capitán en aguas conocidas, esquivando mochilas abandonadas y sillas mal acomodadas con la precisión de alguien que ha hecho este recorrido cientos de veces. Aseguró la única mesa junto a la ventana donde la luz del atardecer se filtraba a través del vidrio mugriento, convirtiendo las motas de polvo suspendidas en confeti dorado que danzaba en el aire como testigos silenciosos de nuestra locura mutua.

Me senté frente a él con movimientos calculados, mi columna vertebral tan recta que podría servir como regla de arquitecto o vara de medir. Mi bolso lo coloqué a mi izquierda, en ángulo de cuarenta y cinco grados, listo para una evacuación de emergencia. Mi corazón latía con el ritmo errático de un código morse enviado por alguien en pánico, transmitiendo: S.O.S. MAYDAY. ABORT MISSION.

La silla de madera crujió bajo mi peso. El sonido me pareció obscenamente fuerte.

—Dos capuchinos —le dijo a la camarera con esa naturalidad de quien nunca ha tenido que calcular las implicaciones sociales de cada decisión gastronómica, de quien puede simplemente elegir sin construir un árbol de decisiones con ramificaciones infinitas.

La camarera —una chica de tercer año con ojeras permanentes y un piercing en la nariz— asintió con el entusiasmo de alguien que preferiría estar en cualquier otro lugar, incluyendo el dentista.

—Espera —Diego se volvió hacia mí antes de que ella pudiera alejarse, y algo en su expresión se suavizó, los bordes afilados de su confianza desdibujándose en algo más vulnerable—. Acabo de hacer eso que odio cuando me lo hacen. Ordenar por otra persona como si fuera un dictador cafeinado. ¿Prefieres otra cosa? El capuchino es mi elección segura, como el protagonista genérico de una película romántica predecible. Inofensivo pero forgettable. Café con leche en formato presentable.

Análisis táctico: El objetivo muestra capacidad de autocorrección. Señal de inteligencia emocional funcional. Vulnerabilidad calculada o genuina. Imposible determinar. Proceder con cautela nivel naranja.

—El capuchino es... adecuado —conseguí articular, mi intento de sonrisa probablemente pareciéndose más a alguien sufriendo una descarga eléctrica de bajo voltaje aplicada directamente al nervio facial—. Una elección estadísticamente segura con margen de error aceptable.

—Exacto —su sonrisa iluminó nuestro rincón como si alguien hubiera encendido un proyector de cine, un foco teatral que capturaba solo a él en su círculo dorado—. Aunque normalmente soy más de espresso doble. Negro, sin azúcar, sin contemplaciones, sin diluir la experiencia. Pero hoy me siento diplomático. O tal vez —sus ojos me encontraron, y el contacto visual fue físico, casi tangible, como si pudiera sentirlo tocando mi rostro— es que ciertas compañías requieren que uno suavice los bordes, que baje la intensidad para no asustar a las personas que valen la pena.

Tragué saliva. El sonido fue audible. Mortificante.

La camarera se alejó arrastrando los pies, claramente inmune a cualquier forma de tensión sexual o emocional después de años de ver estudiantes en las mesas del Tintero cometer errores románticos en tiempo real.




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