Jurisprudencia de un desastre romántico.

2.3: La Coreografía del Desastre

La conversación que siguió fue como caminar descalza sobre cristales rotos de colores mientras hacía malabares con granadas sin seguro. Mi mente, ese procesador habitualmente eficiente que podía recitar artículos del Código mientras dormía, se dividía entre tres tareas computacionalmente imposibles:

  1. Mantener la fachada de normalidad relativa

  2. Ejecutar mi plan de venganza (¿cuál era exactamente el plan? Mi memoria parecía haberlo archivado en una carpeta corrupta)

  3. Ignorar la forma en que sus manos gesticulaban cuando hablaba, como si esculpiera el aire en formas que solo él podía ver, dedos largos creando sintaxis visual

Mis palmas sudaban contra la superficie fría de la mesa. Podía sentir una gota de sudor recorriendo mi columna vertebral con la velocidad y determinación de un corredor de maratón.

—¿Qué opinas de las recientes modificaciones al marco regulatorio sobre propiedad intelectual en ecosistemas digitales descentralizados? —Las palabras salieron de mi boca como vómito verbal, como si mi cerebro hubiera agarrado el primer tema académico disponible y lo hubiera lanzado a la conversación como granada de humo. Quise que un meteorito cayera específicamente sobre mi silla. Solo mi silla. Con precisión quirúrgica.

Mi cara ardía con la temperatura aproximada de la superficie del sol.

Diego parpadeó. Una vez. Dos veces. Tres veces, como un búho procesando información inesperada. Luego, inexplicablemente, misteriosamente, su sonrisa se expandió hasta ocupar todo su rostro.

—¿Sabes qué? —se inclinó hacia adelante, apoyando los antebrazos sobre la mesa, y el espacio entre nosotros se redujo a centímetros medibles. Detecté notas de cedro y algo cítrico en su colonia, mezclado con el olor a jabón simple y el aroma residual de libros viejos que se había adherido a su piel—. La mayoría de la gente intentaría fingir que esa es una pregunta normal para una primera cita. Harían como que hablar de blockchain y derechos de autor es conversación casual de café. Pero tú... tú genuinamente quieres saber mi opinión sobre propiedad intelectual mientras tomas café un martes por la tarde. Eso es... refrescantemente extraño. Como encontrar una orquídea creciendo en una biblioteca de leyes.

—¿Primera cita? —mi voz subió dos octavas completas, alcanzando frecuencias que solo los perros y los murciélagos podían apreciar plenamente—. Esto es... esto es meramente un encuentro casual post-traumático derivado de un incidente bibliotecario de naturaleza accidental y sin implicaciones románticas o de cortejo de ningún tipo.

—Claro —asintió con una solemnidad que contrastaba violentamente con sus ojos, que bailaban con luz propia—. Un encuentro casual post-traumático derivado de un incidente bibliotecario. Que requería protocolos de interacción formalizados. Completamente normal. Absolutamente ordinario. El tipo de tarde que cualquier persona tiene.

Estaba burlándose de mí. Pero no con crueldad. Con... ¿ternura? ¿Diversión genuina? Como si mi rareza fuera una característica deseable en lugar de un defecto de fabricación.

Fase 2 del plan de venganza inexistente: Iniciar contacto físico sutil para establecer conexión emocional manipuladora que eventualmente conduzca a la destrucción de Angélica.

(En retrospectiva, ese plan tenía más agujeros que una esponja industrial.)

Los capuchinos llegaron como salvavidas de porcelana, traídos por la misma camarera desinteresada que los depositó en nuestra mesa con el cuidado de alguien descargando ladrillos. El líquido se sacudió peligrosamente cerca del borde. Mi oportunidad había llegado, iluminada por un rayo de sol teatral que atravesaba la mugre de la ventana.

Cuando él alcanzó el azucarero —un recipiente de vidrio antiguo con la tapa de metal abolladaو— calculé la trayectoria perfecta para un roce accidental pero significativo, casual pero memorable, que plantara la semilla de algo sin ser obviamente intencional.

En mi mente, proyectada en la pantalla de mi córtex visual, era una escena de película indie europea con subtítulos poéticos: nuestras manos se encontrarían sobre el azúcar blanco como nieve, habría un momento de electricidad suspendida en el aire denso del Tintero, miradas que dirían lo que las palabras no podían, violines de fondo (¿de dónde saldrían los violines? irrelevante), y el universo confirmaría que esto, esto, era el comienzo de algo inevitable.

En la realidad, mi mano temblorosa —sobrecargada de cafeína residual de las 7:47 a.m., adrenalina pura que corría por mis venas como gasolina de alto octanaje, y un terror existencial que había alcanzado proporciones clínicas— se estrelló contra la suya con la gracia de un accidente vehicular a baja velocidad.

El azucarero voló.

No metafóricamente. Literalmente ejecutó una pirueta perfecta en el aire, girando sobre su eje como una patinadora olímpica, antes de volcar su contenido sobre la mesa en un gesto que parecía deliberadamente dramático. Los granos de azúcar se dispersaron como evidencia en una escena del crimen mal gestionada, formando constelaciones blancas sobre la madera oscura, algunos rodando hasta caer al suelo con sonidos minúsculos e individuales que, en mi estado de hiperconciencia, escuchaba como explosiones.

Varios granos aterrizaron en mi capuchino, flotando en la espuma como pequeños icebergs en un mar café con leche.

—¡Dios! ¡Lo siento! —Mi cara ardía con la intensidad de mil soles jurídicos colapsando simultáneamente. Podía sentir el calor radiando de mis mejillas, probablemente visible desde el espacio—. Esto es... esto es un desastre procesal. Una catástrofe de proporciones administrativas. Una violación de todas las normas de conducta social básica. Yo... necesito...

Empecé a barrer el azúcar con las manos en movimientos frenéticos, pánico puro convertido en energía cinética, solo logrando crear dunas más artísticas, patrones que parecían diseñados por un arquitecto demente, montañas miniatura de azúcar que se desmoronaban bajo mis dedos torpes.




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