Jurisprudencia de un desastre romántico.

2.4: La Llegada del Huracán Angélica

El universo, ese comediante sádico con un timing impecable y un gusto cuestionable por la ironía dramática, eligió ese momento —ese momento específico de vulnerabilidad compartida sobre azúcar derramado— para subir la apuesta y lanzar una granada al centro de nuestra burbuja frágil.

La puerta de El Tintero se abrió con un dramatismo que solo Angélica Ramos podía lograr sin efectos especiales ni presupuesto de producción.

La campanilla sobre la puerta tintineó, pero el sonido fue eclipsado por su presencia.

Entró como entra un frente frío en una habitación cálida: súbito, inevitable, alterando la presión atmosférica y haciendo que todos los presentes tuvieran que recalibrar su realidad. Su tacones —Louboutin, siempre Louboutin, esa suela roja que era más declaración de guerra que calzado— golpeaban el suelo con la cadencia de una marcha militar.

Su séquito la flanqueaba como planetas menores orbitando un sol particularmente vengativo: Valeria con su labial excesivo, Mónica con su risa ensayada, y Cristina, cuyo único propósito en la vida parecía ser asentir en los momentos apropiados.

El ruido de conversaciones normales en El Tintero disminuyó perceptiblemente. Cabezas giraron. Alguien en la mesa del fondo dejó caer una cuchara.

Su radar interno —ese sexto sentido para detectar situaciones que no debían estar ocurriendo, escenarios que contradecían su narrativa del universo— la guió directamente hacia nosotros con la precisión de un misil guiado por láser. Vi el momento exacto en que nos registró: sus pupilas se contrajeron como las de un depredador enfocando a su presa, sus labios pintados de rojo oscuro se tensaron en una línea que prometía dolor, y algo en su mandíbula se endureció.

Se aproximó con pasos medidos, cada taconazo un compás en una marcha fúnebre compuesta específicamente para mi ejecución pública. Su perfume —algo francés y prohibitivamente caro, probablemente con nombre en un idioma que yo no hablaba— invadió nuestro espacio antes que ella, como gas mostaza elegante, como advertencia olfativa.

La luz del atardecer capturaba su cabello rubio, convirtiéndolo en un halo que contrastaba perversamente con sus intenciones claramente demoníacas.

—Bueno, bueno, bueno —su voz era miel cristalizada con cianuro, azúcar con vidrio molido, terciopelo sobre cuchillas—. Qué tableau tan... íntimo. Tan inesperado. Tan fuera de lugar en el orden natural de las cosas.

Se detuvo junto a nuestra mesa, una mano en su cadera perfectamente torneada, la otra sosteniendo su bolso Prada como si fuera evidencia en mi contra.

—Diego, cariño —la palabra 'cariño' sonó como una amenaza de muerte envuelta en papel de regalo, cada sílaba goteando veneno disfrazado de dulzura—, no sabía que ahora frecuentabas la caridad académica. ¿O es que estamos haciendo trabajo comunitario con los casos perdidos? ¿Es esto algún tipo de proyecto de servicio social que olvidé aprobar?

Sus ojos se posaron en mí con la delicadeza de un autopsia.

—¿O es que la señorita Fiscal necesitaba asesoría urgente sobre cómo relacionarse con seres humanos normales sin necesidad de un manual de procedimientos? Porque, amor —ahora me hablaba directamente, su sonrisa afilada como bisturí—, tengo un libro excelente sobre "Interacciones Sociales Básicas para Robots con Aspiraciones Humanas". Te lo puedo prestar. Aunque veo que ya encontraste tu propio... tutor.

Sentí cada palabra como un bisturí diseñado para disecar mi dignidad en público, para abrir cada inseguridad y dejarla expuesta bajo las luces del Tintero. Mi estómago se contrajo. El capuchino en mi sistema amenazó con regresar en una apelación orgánica.

El azúcar derramado sobre la mesa de repente se veía como evidencia de mi incompetencia básica como ser humano funcional.

Pero Diego...

Diego hizo algo inesperado.

Me miró.

No a ella. No a su séquito que había formado un semicírculo de testigos. No a las otras mesas que ahora nos observaban con el morbo de espectadores en un accidente de tráfico.

A .

Sus ojos color miel buscaron los míos como pidiendo permiso, como si mi opinión fuera la única que importara en ese momento, en esta cafetería, en este universo alternativo donde Angélica Ramos no era el centro gravitacional de toda interacción social.

Y luego, con una calma que parecía tallada en mármol, se volvió hacia ella.

—¿Sabes cuál es tu problema, Angélica? —su voz era tranquila, pero había acero bajo la seda, hierro bajo el terciopelo, una dureza que nunca le había escuchado en las pocas interacciones que había presenciado desde la distancia—. Que confundes crueldad con inteligencia. Piensas que destruir a otros te hace brillar más, cuando lo único que hace es revelar lo vacío de tu propia luz.

El silencio que cayó sobre El Tintero fue absoluto. Alguien en la mesa del fondo contuvo la respiración audiblemente.

—Roxana tiene algo que tú nunca entenderías —continuó, cada palabra deliberada, pesada como precedente legal—, aunque vivieras mil años y leyeras todos los libros de autoayuda del mundo: sustancia. Profundidad. La capacidad de ver más allá de las superficies brillantes hacia algo real. Y francamente, honestamente, sin necesidad de dramatismo adicional, prefiero una conversación sobre propiedad intelectual con alguien genuinamente brillante que otra sesión de tu teatro de superficialidad ensayada.

Angélica palideció bajo su base de maquillaje francesa de cuarenta dólares. Su palidez era visible incluso bajo las tres capas de corrector y polvo. Sus ojos —esos ojos que siempre había creído bellos de manera objetiva— se estrecharon hasta convertirse en rendijas peligrosas.

Por un momento, pensé que iba a abofetearlo. Sus dedos se tensaron alrededor del asa de su bolso Prada, los nudillos blanqueándose.

Pero entonces sus ojos se clavaron en mí, y la promesa que vi ahí era de una venganza bíblica, del tipo que aparece en el Antiguo Testamento cuando Dios está teniendo un día particularmente vengativo.




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