Jurisprudencia de un desastre romántico.

2.5: El Momento de la Verdad

Cuando se fue —cuando el huracán Angélica abandonó nuestro hemisferio dejando solo destrucción y la promesa de más destrucción por venir— el aire entre nosotros se volvió diferente.

Más denso. Más pesado. Más peligroso. Más real.

Las conversaciones en El Tintero se reanudaron gradualmente, como motores fríos volviendo a encenderse, pero podía sentir las miradas periféricas, los susurros que se filtraban hacia nuestra mesa como humo.

Mis manos temblaban sobre la superficie de madera. El azúcar que no habíamos limpiado completamente se adhería a mis dedos húmedos.

—No tenías que hacer eso —mi voz era apenas un susurro, rasposa como si hubiera estado gritando durante horas—. Acabas de firmar tu sentencia social. Tu excomunión del reino. Angélica no perdona. No olvida. Tiene memoria de elefante y recursos de oligarca.

Diego tomó su capuchino, ahora probablemente tibio, y bebió con una calma que parecía estudiada. Cuando dejó la taza, sus ojos encontraron los míos con una intensidad que hizo que mi respiración se atascara en algún lugar entre mi garganta y mis pulmones.

—Tal vez —dijo simplemente, y luego extendió su mano sobre la mesa, entre los restos de nuestra batalla azucarada, entre las montañitas que había organizado con tanta paciencia—. Pero hay sentencias que vale la pena firmar. Hay precios que vale la pena pagar.

Su mano esperaba.

Abierta. Palma hacia arriba. Vulnerable. Honesta.

Los callos en sus dedos capturaban la luz del atardecer. Podía ver las líneas de su palma, profundas como ríos en un mapa, y me pregunté qué dirían sobre él si supiera leer esas cosas. Si creyera en esas cosas.

Su pulgar se movió ligeramente, un gesto casi imperceptible de invitación.

Y yo... yo no podía tomarla.

No porque no quisiera. Dios, quería. Mis dedos picaban con el deseo de cerrar ese espacio, de sentir su piel cálida contra la mía, de permitir que ese contacto significara lo que obviamente estaba empezando a significar.

Pero en ese momento, con claridad devastadora, con la precisión de un diagnóstico terminal, entendí que mi plan —mi brillante, tóxico, autodestructivo plan— había mutado en algo irreconocible.

Ya no era venganza lo que buscaba cuando miraba a Diego Cifuentes.

No era táctica ni estrategia ni movimiento calculado en el tablero de ajedrez de mi guerra contra Angélica.

Era algo mucho más aterrador: conexión genuina.

La posibilidad real de que este chico con sus manos callosas y su risa sin filtros y su forma de pronunciar mi nombre como si importara pudiera ver dentro de mí y descubrir que no había nada allí excepto una colección de reglas y una necesidad patológica de control.

Tomar su mano no sería táctica.

Sería rendición. Sería admitir que Roxana Valdés, fiscal estrella, arquitecta de argumentos inapelables, estaba completamente, devastadoramente perdida cuando se trataba de esto.

De él.

De lo que fuera que estaba creciendo en el espacio entre nosotros como una planta de invernadero, delicada y peligrosa.

—Yo... —mi voz se quebró como cristal bajo presión, como hielo en primavera, como todas las cosas que se rompen cuando la temperatura cambia demasiado rápido—. No puedo hacer esto.

Las palabras salieron en un susurro ahogado, apenas audibles sobre el rumor de la cafetería, pero su impacto en su expresión fue inmediato.

La luz en sus ojos se apagó un poco. No se extinguió —no completamente— pero se atenuó, como cuando bajas el dimmer en una habitación y de repente todo se vuelve más gris.

Su mano permaneció extendida un segundo más, dos segundos, una eternidad medida en latidos acelerados, antes de retraerse lentamente. La retiró con cuidado, sin dramatismo, como si ese rechazo fuera algo que había aprendido a manejar con gracia.

Pero vi el momento en que su mandíbula se tensó. Vi cómo sus dedos se cerraron en un puño suave sobre la mesa.

—Entiendo —dijo, y su voz era profesional, controlada, vaciada de toda esa calidez que había llenado el espacio entre nosotros minutos antes—. Lo siento. No quise presionarte.

No, no entiendes, gritó algo dentro de mí. No entiendes que quiero tomar tu mano tanto que me duelen los dedos. No entiendes que esto no es sobre ti sino sobre el hecho de que soy un desastre con piernas que no sabe cómo ser humana sin un manual de procedimientos.

Pero no dije nada de eso.

Me levanté con movimientos robóticos, mecánicos, como si alguien estuviera operando mi cuerpo por control remoto y las conexiones estuvieran fallando. Recogí mi bolso como quien recoge los pedazos de su dignidad del suelo, fragmentos de algo que alguna vez estuvo completo.

Cada paso hacia la puerta era una palabra no dicha, una posibilidad asesinada, un universo alternativo que dejaba de existir.

Mi capuchino se quedó casi intacto sobre la mesa, la espuma colapsada, los granos de azúcar flotando como restos de un naufragio.

—Roxana —su voz me alcanzó cuando estaba a medio camino de la puerta, suave como lluvia sobre cenizas, como el último acorde de una canción triste.

Pero no me detuve.

No podía.

Porque si me giraba, si veía su expresión, si permitía que un segundo más de esta realidad alternativa se filtrara en mi mundo ordenado y catalogado y seguro...

Me quedaría.

Y quedarme significaría admitir que Roxana Valdés, la chica con respuestas para todo, con planes de contingencia para sus planes de contingencia, no tenía la menor idea de qué hacer con Diego Cifuentes y la revolución que había iniciado en mi código interno perfectamente compilado.

La puerta de El Tintero se cerró detrás de mí con un sonido suave, definitivo.




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