Salí a la calle como quien huye de la escena de un crimen que aún no ha cometido pero que ya puede sentir en las manos, pegajoso y caliente e imposible de lavar.
El aire de octubre golpeó mi cara como una bofetada de realidad. El sol se estaba poniendo detrás de los edificios de la universidad, pintando el cielo de naranjas sangrientos y rosas heridos. La temperatura había bajado esos pocos grados que hacen que tu cuerpo recuerde que está vivo, que tiene terminaciones nerviosas, que puede sentir cosas además de pánico.
Caminé sin dirección, mis pies tomando decisiones que mi cerebro no había aprobado. Pasé frente a la biblioteca —esa biblioteca donde todo había comenzado hace apenas horas, aunque sentía como años— y sus ventanas reflejaban el atardecer como ojos ciegos.
Mi teléfono vibró en mi bolso.
Lo ignoré.
Vibró otra vez. Y otra. Y otra.
Lo saqué finalmente, la pantalla iluminándose con notificaciones que se acumulaban como evidencia:
Francisco: "Ya hablé con mis padres. Coinciden en que lo mejor es tomar distancia. Por mi carrera. Espero que lo entiendas."
Mamá: "¿Es verdad lo que están diciendo en los grupos de padres? Llámame. Estoy preocupada."
Número desconocido: "Perra tramposa."
Número desconocido: "Todo el mundo sabe lo que hiciste."
Sofía (ex co-fiscal): "El equipo votó. Ya no eres bienvenida en los ensayos. Lo siento."
Cada mensaje era un golpe, un corte, una confirmación de que mi mundo perfectamente construido se había desmoronado mientras yo estaba en una cafetería derramando azúcar y contemplando la posibilidad de tocar la mano de un chico.
Pero lo extraño —lo verdaderamente desconcertante— era que no sentía el pánico que esperaba.
No sentía el terror de perderlo todo.
Sentía algo diferente. Algo que no tenía nombre en mi vocabulario legal.
Sentía... ¿libertad?
No. No era exactamente libertad.
Era el vértigo que viene justo antes de la caída libre, cuando ya has saltado pero aún no has comenzado a descender. Ese momento suspendido donde todo es posible y nada está decidido.
Me detuve frente al espejo de una tienda cerrada. Mi reflejo me devolvió la mirada: cabello despeinado por el viento de octubre, blusa arrugada por una tarde de destrucción social, ojos que brillaban con algo que podría ser lágrimas reprimidas o podría ser algo más peligroso.
¿Quién eres?, le pregunté a la chica del espejo.
Ella no respondió. Pero por primera vez, eso no me aterrorizó.
Detrás de mí, el universo reorganizaba sus piezas, preparándose para el próximo movimiento en este juego donde yo había empezado como jugadora maestra y había terminado como peón que acababa de descubrir que el tablero era mucho más grande de lo que había creído.
Mi teléfono vibró una vez más.
Esta vez era un número que reconocí, aunque no estaba guardado en mis contactos. Un número que había visto en carteles de eventos de la facultad, en publicaciones de Instagram, en la firma digital de trabajos grupales.
Diego: "No sé qué pasó ahí dentro. Pero si alguna vez quieres hablar sobre propiedad intelectual o sobre cómo destruiste un azucarero o sobre cualquier cosa que no requiera protocolos... aquí estoy. Sin presión. Sin agenda. Solo café y conversación. La oferta no caduca."
Leí el mensaje tres veces.
Cuatro veces.
Cinco veces, como si la repetición pudiera cambiar su significado o revelar alguna cláusula oculta que invalidara toda la ternura implícita en esas palabras.
No respondí.
No porque no quisiera. Sino porque no sabía cómo responder a algo tan simple y tan complicado al mismo tiempo.
En su lugar, guardé el teléfono y continué caminando mientras el atardecer se convertía en noche y las luces del campus se encendían una por una, como testigos silenciosos de mi transformación.
El teorema estaba claro, escrito en el cielo de octubre con tinta de nubes y luz moribunda:
Diego Cifuentes era una variable que mi ecuación vital no podía resolver.
No con lógica. No con precedentes. No con protocolos de interacción formalizados.
Y eso, más que cualquier venganza, más que cualquier plan, más que cualquier rumor o beca perdida o novio que huía, era el verdadero caos que había invitado a mi vida perfectamente catalogada.
El caos que, terriblemente, empezaba a sentirse como la única cosa real en un mundo de construcciones ficticias.
Caminé hacia mi apartamento mientras la noche caía como un telón, y por primera vez en mi vida meticulosamente planificada, no tenía idea de qué vendría en el siguiente acto.
Solo sabía que el guion que había estado siguiendo toda mi vida acababa de ser lanzado al fuego.
Y en las cenizas, algo nuevo amenazaba con crecer.
Algo sin nombre. Sin precedente. Sin garantías.
Algo que se parecía peligrosamente a la posibilidad de convertirme en alguien que no reconocía pero que, tal vez, podría llegar a conocer.