El viernes a las 6 p.m. —hora establecida dos días antes cuando todavía era lo suficientemente idiota para pensar que podía manejar esto— mi dormitorio se convirtió en ground zero de una crisis existencial con forma de dilema fashion.
La luz del atardecer se filtraba por mis cortinas beige (elegidas por su neutralidad, por su falta de personalidad), pintando todo de un naranja enfermizo que hacía que mi piel luciera como si estuviera sufriendo de ictericia aguda.
Mi armario, normalmente organizado con la precisión de un archivo judicial —por tipo de prenda (faldas, blusas, pantalones), luego por color (del más oscuro al más claro), luego por nivel de formalidad (tribunal supremo, reunión de facultad, clase regular, emergencia casual)— parecía burlarse de mí desde su estructura de madera. Cada percha era una acusación silenciosa: "No tienes nada apropiado para fingir ser alguien que no planea cada segundo de su vida con tres contingencias de respaldo."
Había sacado y devuelto seis conjuntos diferentes. Todos me hacían parecer exactamente lo que era: una impostora jugando a ser humana normal.
—¿Qué se pone una fiscal en entrenamiento para ir a un antro de perdición frecuentado por gente que no calcula la probabilidad estadística de cada decisión? —le pregunté a mi reflejo en el espejo de cuerpo completo que había sido un regalo de graduación de preparatoria, cuando mi madre todavía tenía esperanzas de que desarrollara algo parecido a un sentido del estilo.
Mi reflejo me devolvió una mirada de pánico mal disimulado, ojos demasiado grandes, cabello escapando de su moño perfecto en mechones rebeldes que gritaban "ayuda, mi dueña está teniendo un colapso".
Estaba en ropa interior y una camiseta vieja de la universidad, con calcetines desparejados (uno negro, uno azul marino, porque cuando el mundo se desmorona, ¿quién tiene energía para preocuparse por calcetines coordinados?), contemplando seriamente la posibilidad de cancelar con alguna excusa médicamente plausible cuando—
Carmen, mi hermana menor por tres años pero mayor en sabiduría mundana por aproximadamente tres décadas, irrumpió en mi habitación como un huracán de sabiduría milenial y energía que no debería ser legal antes del café.
No tocó. Nunca tocaba. Las puertas cerradas eran sugerencias, no mandatos, en su filosofía de vida.
—Dios, Rox —dijo, deteniéndose en seco al verme, sus ojos recorriendo mi desastre personal con la precisión de un escáner médico—, pareces alguien preparándose para su propia ejecución. Con extra de angustia existencial. ¿Es un funeral? ¿Una auditoría fiscal? ¿El fin de los tiempos?
Señalé hacia mi armario con un gesto que abarcaba toda mi crisis.
—No voy a un juicio —continuó, acercándose para evaluar mi atuendo actual: pantalón de vestir negro que usaba para entrevistas de trabajo, blusa blanca tan almidonada que podía sostenerse sola, y mi expresión de "preferiría estar haciendo literalmente cualquier otra cosa"—. Vas a vivir. Hay una diferencia. Una diferencia fundamental que parece que nunca te enseñaron en tus catorce años de educación formal.
—No sé vivir —admití, y las palabras salieron más honestas de lo que pretendía—. Solo sé funcionar. Y últimamente ni siquiera eso.
Carmen me miró entonces con esa expresión que usaba cuando tenía doce años y acababa de descubrir que Santa Claus era una conspiración parental: compasión mezclada con exasperación.
—Bueno, hermanita —dijo, arremangándose metafóricamente—, hoy vas a aprender.