Jurisprudencia de un desastre romántico.

3.3: La Transformación Prohibida

En treinta minutos que se sintieron como tres horas de cirugía sin anestesia, Carmen había ejecutado una transformación que habría impresionado a Kafka y aterrorizado a mi yo de hace una semana.

Vaqueros. Vaqueros. No había usado vaqueros desde que tenía dieciséis años y decidí que la mezclilla era "demasiado informal para una seria aspirante a magistrada". Estos eran oscuros, ajustados, y abrazaban curvas que normalmente escondía bajo faldas tubo y pantalones de vestir de corte recto. Curvas que, aparentemente, existían. ¿Quién sabía?

Una camiseta vintage de The Clash —banda que nunca había escuchado intencionalmente pero que ahora adornaba mi torso con su logo desgastado— que Carmen había rescatado de su propia colección. Era suave por el uso, cómoda de una manera que mi ropa nunca era, y me quedaba lo suficientemente justa para sugerir que había una persona real debajo.

Y la pieza de résistance: una chaqueta de cuero negro que Carmen había comprado en un mercado de pulgas y que olía a decisiones cuestionables, libertad no regulada, y vagamente a humo de cigarrillo de alguien que la había usado antes para hacer cosas mucho más interesantes que leer códigos jurídicos.

—Ahora el pelo —anunció Carmen, liberando mi moño con un movimiento que sentí como liberación de rehenes.

Mi cabello cayó en ondas que no sabía que podía formar, producto de haber estado prisionero en un moño durante ocho horas. Carmen lo despeinó con sus dedos, creando lo que ella llamó "textura vivida" y yo llamé "parece que acabo de sobrevivir a un vendaval".

—Perfecto —declaró—. Ahora pareces alguien que podría, potencialmente, divertirse sin consultarlo previamente con un comité de ética.

El maquillaje vino después. No mi usual "base ligera y labial nude que apenas se nota", sino algo más atrevido: delineador que hacía que mis ojos parecieran más grandes, más oscuros, más capaces de secretos. Rímel en dos capas porque "una es para amateurs". Un labial que Carmen llamó "rojo cereza" y yo llamé "evidencia de intenciones cuestionables".

—Ahora —dijo, aplicándome la última capa con la precisión de quien firma una sentencia—, repite después de mí: "No voy a mencionar ni un solo artículo del código civil esta noche."

—Pero... —empecé, mi cerebro ya compilando una lista de situaciones donde un conocimiento profundo del derecho civil podría ser relevante en un contexto social.

—Ni. Uno. Solo. —Sus ojos se entrecerraron—. Roxana, si escucho que mencionas aunque sea un "artículo" o un "inciso" o un "según la jurisprudencia establecida", personalmente quemaré tu ejemplar anotado del Código Procesal Civil. El que tiene tus notas al margen en tres colores. No me tientes.

Era una amenaza seria. Carmen no hacía amenazas vacías.

—De acuerdo —concedí, aunque mis dedos se retorcían con ansiedad—. Ni un artículo.

—Bien —me estudió con satisfacción—. Ahora vete antes de que pierdas el valor. Y Rox —su voz se suavizó—, está bien ser un desastre. Los desastres son donde pasan las cosas interesantes.

Antes de salir, en un acto de cobardía disfrazada de preparación, en un movimiento que era pura Roxana Valdés irreformable, deslicé en mi bolso un pequeño libro de tapas azules: "Los 100 Latinajos Jurídicos que Todo Abogado Debe Conocer".

Mi ancla. Mi salvavidas. Mi recordatorio de quién era realmente bajo este disfraz de chica normal que usaba cuero y sabía qué banda era The Clash.

Carmen me vio hacerlo. Suspiró. No dijo nada.

Algunos hábitos, su silencio sugería, eran demasiado profundos para erradicar en una sola sesión de transformación.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.