En treinta minutos que se sintieron como tres horas de cirugía sin anestesia, Carmen había ejecutado una transformación que habría impresionado a Kafka y aterrorizado a mi yo de hace una semana.
Vaqueros. Vaqueros. No había usado vaqueros desde que tenía dieciséis años y decidí que la mezclilla era "demasiado informal para una seria aspirante a magistrada". Estos eran oscuros, ajustados, y abrazaban curvas que normalmente escondía bajo faldas tubo y pantalones de vestir de corte recto. Curvas que, aparentemente, existían.
Una camiseta de una banda cuyo nombre reconocía solo de oídas, ahora posaba en mi torso. Carmen la había rescatado de su propio arsenal de prendas con historial.. Era suave por el uso, cómoda de una manera que mi ropa nunca era, y me quedaba lo suficientemente justa para sugerir que había una persona real debajo.
Y la chaqueta de cuero negro, adquirida en un mercado de pulgas, que conservaba el aroma de las decisiones impulsivas, la libertad sin supervisión y el leve rastro de humo de la vida anterior de alguien que, sin duda, había hecho cosas más emocionantes que subrayar códigos.
—Ahora el pelo —anunció Carmen, liberando mi moño con un movimiento que sentí como liberación de rehenes.
Mi cabello cayó en ondas que no sabía que podía formar, producto de haber estado prisionero en un moño durante ocho horas. Carmen lo despeinó con sus dedos, creando lo que ella llamó "textura vivida" y yo llamé "parece que acabo de sobrevivir a un vendaval".
—Perfecto —declaró, dándome una vuelta—. Ahora pareces alguien capaz de cometer un acto de espontaneidad sin presentar primero una solicitud por triplicado.
El maquillaje vino después. No mi usual "base ligera y labial nude que apenas se nota", sino algo más atrevido: delineador que hacía que mis ojos parecieran más grandes, más oscuros, más capaces de secretos. Rímel en dos capas porque "una es para amateurs". Un labial que Carmen llamó "rojo cereza" y yo llamé "evidencia de intenciones cuestionables".
—Ahora —dijo, aplicándome la última capa con la precisión de quien firma una sentencia—, repite después de mí: "No voy a mencionar ni un solo artículo del código civil esta noche."
—Pero... —empecé, mi cerebro ya compilando una lista de situaciones donde un conocimiento profundo del derecho civil podría ser relevante en un contexto social.
—Ni. Uno. Solo. —Sus ojos se entrecerraron—.—Roxana, si esta noche se te escapa algo que suene remotamente a 'según lo establecido en el artículo...', personalmente donaré tu Código Procesal Civil anotado a la biblioteca de la cárcel local. El que tiene tus notas al margen en tres colores. No me tientes.
Era una amenaza seria. Carmen no hacía amenazas vacías.
—De acuerdo —concedí, aunque mis dedos se retorcían con ansiedad—. Ni un artículo.
—Bien —me estudió con satisfacción—. Ahora vete antes de que pierdas el valor. Y Rox —su voz se suavizó—, está bien ser un desastre. Los desastres son donde pasan las cosas interesantes.
Antes de cruzar la puerta, en un acto de pura cobardía disfrazada de previsión, me aseguré de que en mi bolso —el nuevo, de cuero, no el portadocumentos— estuviera mi salvavidas personal: un librito azul titulado “Los 100 Latinajos Jurídicos que Todo Abogado Debe Conocer”.
Mi ancla. Mi salvavidas. Mi recordatorio de quién era realmente bajo este disfraz de chica normal que usaba cuero.
Carmen lo vio. Un suspiro leve, casi de resignación, escapó de sus labios. No dijo una palabra.
Algunos anclajes, parecía decir su silencio, necesitan más que una tarde para ser soltados.
Editado: 12.11.2025