Old Anchor no era un bar; era un ecosistema completo de malas decisiones fermentando en cerveza barata y esperanzas diluidas por la realidad.
Estaba en esa parte de la ciudad que los mapas turísticos omitían estratégicamente, donde las calles tenían baches con su propia personalidad y las farolas parpadeaban con ritmo arrítmico como si estuvieran transmitiendo mensajes en código morse: "date la vuelta mientras puedas".
Las paredes del Old Anchor sudaban historia de borracheras épicas y confesiones de las 3 a.m. que deberían haber permanecido en secreto. El suelo era una obra de arte abstracto accidental hecha de manchas no identificadas acumuladas durante décadas—cerveza derramada, sangre de peleas olvidadas, lágrimas de corazones rotos, y probablemente otros fluidos que mi mente jurídica se negaba a catalogar.
El aire estaba tan cargado de humo de cigarrillo (a pesar de la prohibición oficial), sudor, perfume barato, y desesperación concentrada que prácticamente podías masticarlo. Cada respiración era una experiencia sensorial que mi sistema pulmonar, acostumbrado al aire acondicionado de bibliotecas, protestaba activamente.
La música—si podía llamarse así sin insultar al concepto de música—era una mezcla caótica de rock alternativo de los 90, algo que podría ser indie pero también podría ser simplemente desafinado, y el ruido ambiente de conversaciones superpuestas donde nadie escuchaba pero todos hablaban.
Lo vi antes de que él me viera a mí.
Estaba apoyado contra una mesa alta cerca del pequeño escenario improvisado, su postura relajada en contraste con la rigidez que yo llevaba en cada músculo. Observaba a una banda de tres chicos con el entusiasmo de cachorros y el talento de gente que acababa de aprender a tocar hace aproximadamente dos semanas. Parecían estar torturando instrumentos inocentes que probablemente habían cometido algún crimen en una vida pasada para merecer este destino.
Pero Diego no se reía de ellos. Los observaba con concentración genuina, con respeto, como si la pasión importara más que la técnica. Como si el intento valiera tanto como el logro.
No posaba, no actuaba para una audiencia invisible. Simplemente existía, con una autenticidad que me golpeó como un veredicto inesperado en un caso que creías ganado.
Llevaba una camiseta gris oscuro, vaqueros desgastados que tenían agujeros genuinos (no los que cuestan cien dólares en tiendas de diseñador), y botas que habían visto kilómetros reales. Su cabello estaba despeinado de esa manera que no es intencional sino resultado de pasar los dedos por él repetidamente. Tenía una cerveza en la mano, condensación goteando por el vidrio, y cuando sonrió ante un chiste que el baterista hizo entre canciones, algo dentro de mi pecho ejecutó una pirueta ilegal, no sancionada por ningún código de procedimiento emocional.
La luz ambar de las lámparas colgantes—bombillas desnudas con pantallas de metal industrial—creaba sombras que acentuaban la línea de su mandíbula, el arco de su cuello cuando inclinaba la cabeza hacia atrás para beber, la curva de sus hombros bajo la tela de su camiseta.
Mi sistema cardiovascular olvidó temporalmente cómo funcionar de manera regulada.
Respira, me ordené. Es solo un chico. Un chico que has usado como arma. Un chico que no sabe que todo esto comenzó como venganza.
Pero mi cuerpo no estaba escuchando a mi cerebro, lo cual era un desarrollo preocupante considerando que mi cerebro había estado al mando durante veintitrés años sin insubordinación previa.
Me acerqué como quien camina hacia el patíbulo: con determinación fatalista, paso medido, la aceptación de que esto terminaría mal pero la incapacidad de detenerlo.
El suelo pegajoso trataba de retener mis zapatos con cada paso, como si el universo mismo intentara advertirme, darme una última oportunidad de huir.
No hui.