Jurisprudencia de un desastre romántico.

3.6: La Conversación que No Debió Suceder

La banda—Dios los bendiga y los envíe a clases de música—terminó su set con algo que sonaba como si todos los instrumentos hubieran decidido independizarse simultáneamente y formar sus propias democracias separatistas.

El aplauso fue generoso, producto de alcohol y solidaridad más que apreciación musical genuina.

Diego hablaba con las manos, creando constelaciones en el aire mientras describía su obsesión secreta con las películas de ciencia ficción de los 50. Sus dedos trazaban arcos y espirales, dibujando formas invisibles que solo él podía ver, y yo me encontraba hipnotizada por el movimiento, por la pasión sin filtrar en su voz.

—"El Monstruo de la Laguna Negra" es una obra maestra incomprendida —insistía, sus ojos brillando con fervor nerd que probablemente asustaba a la mayoría de la gente pero que a mí me parecía... encantador. Dios, ¿encantador? ¿Desde cuándo uso palabras como "encantador"?—. No es solo una película de monstruos. Es sobre la soledad existencial, sobre ser incomprendido en un nivel fundamental, sobre buscar conexión desesperadamente en un mundo que te ve como amenaza, como algo que debe ser contenido o destruido.

Como yo, pensé, pero no lo dije. Las palabras se atoraron en mi garganta junto con todas las otras verdades que no podía verbalizar.

—La criatura solo quería pertenecerse a alguien —continuó, inconsciente de cómo cada palabra era un bisturí abriendo capas de mi propia psique—. No era malvada. Era solitaria. Y la tragedia es que su búsqueda de conexión es exactamente lo que sella su destino.

El silencio entre nosotros se volvió denso, cargado de significados no dichos.

—¿Y Angélica compartía tu amor por los monstruos incomprendidos del cine de Serie B? —Las palabras escaparon antes de que pudiera procesarlas por el filtro de prudencia, antes de que mi corteza prefrontal pudiera vetarlas como "innecesariamente provocativas" y "potencialmente destructivas para la misión".

Su expresión se oscureció como una sala de juicios cuando se va la luz, como un eclipse emocional. La alegría que había animado sus rasgos se retiró, dejando algo más sombrío, más real, más doloroso.

—Angélica... —pausó, sus dedos pelando la etiqueta de su botella con precisión quirúrgica, creando pequeñas tiras de papel que caían a la mesa como piel muerta—. Estar con Angélica era como ser extra en su película personal. Siempre sabías tu marca en el escenario, tu línea única de diálogo, tu momento preciso de salir de escena para que ella pudiera brillar sin obstrucciones. Era agotador fingir ser el protagonista del romance perfecto cuando en realidad eras utilería decorativa. Un accesorio humano que completaba su imagen.

Bebió de su cerveza, la luz del Old Anchor capturando su perfil, la tensión en su mandíbula.

—Intenté hablar con ella al respecto. Una vez. Me dijo que estaba siendo "dramático" y que debería sentirme "afortunado" de estar con alguien de su "calibre social". —Hizo comillas en el aire con sus dedos, y había amargura ahí, pero también alivio, como alguien que finalmente puede hablar de un trauma después de años de silencio—. Calibre social. Como si las relaciones fueran contratos de negocios donde el prestigio de tu pareja aparece en tu CV.

—¿Y por qué aguantaste tanto? —pregunté, genuinamente curiosa, mi voz saliendo más suave de lo que pretendía.

Me miró entonces, realmente me miró, y el contacto visual fue físico, casi tangible. Como si pudiera ver a través de mi disfraz de chica normal hasta el desastre judicial que era realmente, y en lugar de retroceder, se inclinaba más cerca.

—Inercia —dijo simplemente—. Cobardía disfrazada de compromiso. La misma razón por la que la gente se queda en trabajos que odia, en ciudades que los asfixian, en versiones de sí mismos que dejaron de encajar hace años. Es más fácil seguir el guion conocido que improvisar uno nuevo donde no sabes si eres el héroe o el villano o simplemente un personaje secundario buscando su propia narrativa.

Hizo una pausa, bebió otra vez, sus ojos nunca dejando los míos.

—Hasta que un día —su sonrisa volvió, tímida pero genuina, vulnerable de maneras que me hacían querer protegerla y destruirla simultáneamente— alguien te lanza un libro de Derecho Romano a la cara—metafóricamente, aunque casi literalmente—y te recuerda que escalar estanterías es más divertido que seguir el guion. Que el caos es más honesto que la perfección ensayada. Que tal vez ser un desastre con alguien es mejor que ser perfecto solo.

El aire entre nosotros se cargó de electricidad no regulada, de posibilidades que no habían sido aprobadas por ningún comité de ética.

La banda, en un momento de piedad cósmica o incompetencia musical, comenzó a tocar algo lento y melancólico. Algo que casi podría llamarse romántico si inclinabas la cabeza y entrecerrabas los ojos y bebías lo suficiente para que tus estándares musicales se volvieran más flexibles.




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