Jurisprudencia de un desastre romántico.

3.7: El Beso que Reescribió Mi Código

—¿Bailas? —Diego extendió su mano como quien presenta evidencia crucial en un caso capital, palma arriba, esperando.

—Mi coordinación motriz ha sido clasificada como arma de destrucción masiva en tres estados y el Distrito Federal —advertí, mi voz temblando ligeramente, pero mi mano traicionera ya estaba encontrando la suya, dedos entrelazándose como habían practicado en secreto este movimiento durante años—. Hay víctimas. Reportes de incidentes. Un expediente sellado de cuando intenté bailar salsa en una boda y terminé en urgencias con un esguince de tobillo y la dignidad rota.

—Perfecto. Absolutamente ideal. —Su sonrisa se amplió—. Mi sentido del ritmo fue declarado legalmente muerto en 2018. Hubo un funeral. Mi familia vistió de negro. Dejamos flores en la tumba cada año. Hagamos un desastre sincronizado donde ninguno de los dos tenga que fingir competencia.

Me guió hacia un pequeño claro entre las mesas—ese espacio liminal donde las malas decisiones se disfrazan de momentos mágicos, donde la iluminación es lo suficientemente tenue para que todos se vean un veinte por ciento más atractivos y las malas ideas parecen un quince por ciento menos desastrosas.

Sus manos encontraron mi cintura con una seguridad que contradecía su confesión de incompetencia rítmica. Grandes, cálidas, reales de maneras que me hacían hiperconsciente de cada punto de contacto entre su piel y la tela de mi camiseta vintage de The Clash.

Mis manos—esas extremidades traidoras que habían firmado documentos, sostenido códigos, tomado notas meticulosas, pero nunca habían hecho esto—se posaron en sus hombros con la incertidumbre de alguien desarmando una bomba sin el manual de instrucciones.

Estábamos cerca.

Demasiado cerca para mantener la ficción de que esto era casual, investigativo, parte de algún plan mayor que no involucraba mi corazón latiendo contra mis costillas como prisionero intentando escapar.

Tan cerca que podía contar las motas doradas en sus ojos marrones, pequeñas explosiones de color miel que capturaban la luz ambar del Old Anchor. Tan cerca que podía ver la pequeña cicatriz en su ceja izquierda, apenas visible, que me hizo preguntarme cuál era su historia. Tan cerca que nuestros alientos se mezclaban en una conspiración íntima que mi sistema respiratorio no había autorizado pero estaba ejecutando con entusiasmo alarmante.

Tan cerca que podía ver el pulso latiendo en su cuello, rápido, nervioso, revelando que tal vez él también sentía esto, esta cosa sin nombre que crecía en el espacio microscópico entre nuestros cuerpos.

Nos movíamos sin movernos realmente. Un balanceo mínimo que era más excusa para estar cerca que un baile real. Mis pies pisaron los suyos dos veces. No se quejó. Su mano en mi espalda se deslizó ligeramente más abajo, y el movimiento envió una corriente eléctrica directa a mi médula espinal.

El mundo alrededor—el Old Anchor con su olor a cerveza derramada, la gente que nos rodeaba, la banda que seguía torturando sus instrumentos, toda la realidad objetiva—se desdibujó hasta convertirse en ruido de fondo irrelevante.

Solo existíamos nosotros. Este momento. Esta proximidad peligrosa.

—Roxana —susurró mi nombre como si fuera un secreto que solo él conocía cómo pronunciar, las sílabas curvándose en su boca de maneras que hacían que mi sistema nervioso central olvidara sus funciones básicas.

Y entonces, en un acto de valentía o locura (el jurado aún delibera, probablemente lo hará eternamente), se inclinó hacia mí.

Lentamente.

Tan lentamente que tuve tiempo para procesar lo que estaba sucediendo, para calcular consecuencias, para ejecutar un análisis de riesgo completo, para recordar cada razón por la cual esto era una idea terrible.

Tuve tiempo para detenerlo.

No lo detuve.

Su boca encontró la mía, y el universo ejecutó un hard reset.

No fue el beso cinematográfico que mi mente analítica había categorizado meticulosamente después de años de estudiar películas románticas con la misma intensidad que estudiaba jurisprudencia. No hubo violines surgiendo de la nada, no hubo fuegos artificiales iluminando el cielo a través de las ventanas sucias del Old Anchor, no hubo cámara lenta ni iluminación perfecta ni banda sonora orquestada.

Fue torpe al principio—nuestras narices chocando con la gracia de dos testigos nerviosos tropezando hacia el estrado, nuestros labios buscando sincronización como abogados novatos en su primer alegato, torpeza que en cualquier otra circunstancia habría sido mortificante pero que aquí, ahora, era perfecta en su imperfección.

Sabía a cerveza artesanal con nombre ridículo y posibilidades peligrosas. Sabía a tabaco de segunda mano y valentía. Sabía a todo lo que había estado evitando durante veintitrés años de existencia controlada.

Pero entonces... entonces algo hizo click.

Como cuando encuentras el precedente perfecto para tu caso después de semanas de búsqueda infructuosa. Como cuando el código finalmente compila sin errores después de horas de debugging. Como cuando una ecuación imposible de repente revela su solución y te preguntas cómo no la viste antes.

El beso se profundizó, perdiendo toda torpeza inicial, convirtiéndose en algo fluido, inevitable, como si nuestros labios hubieran estado practicando esto en secreto y finalmente se les permitía ejecutar su coreografía.

Su mano subió de mi cintura a mi rostro, acunándolo como si fuera evidencia frágil, invaluable, como si tuviera miedo de que me desvaneciera si soltaba. Sus dedos se enterraron suavemente en mi cabello que Carmen había liberado, y el contacto envió ondas de electricidad por mi cuero cabelludo.

Mis dedos abandonaron su posición segura en sus hombros y se enredaron en su cabello sin mi permiso explícito, violando todos mis protocolos de espacio personal, todos mis límites cuidadosamente establecidos sobre contacto físico apropiado con personas que no eran objetos de afecto previamente aprobados.




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