La culpa llegó como tsunami después de terremoto—primero el retroceso del agua, ese momento de calma falsa, y luego la ola de treinta metros de altura arrasando todo a su paso.
Esto no era venganza. Nunca lo había sido, no realmente.
Tal vez al principio, en esos primeros segundos en la biblioteca cuando la idea cristalizó como hielo instantáneo, había sido táctica. Estrategia. Un movimiento calculado en mi guerra personal contra Angélica Ramos.
Pero en algún momento—entre el capuchino derramado y las conversaciones sobre propiedad intelectual, entre su defensa de mí frente a ella y este beso que todavía podía sentir en mis labios como evidencia física—había dejado de ser venganza.
Se había convertido en algo más peligroso: real.
Había usado a este chico—este chico amable que amaba monstruos incomprendidos del cine Serie B y bailaba sin ritmo sin vergüenza y besaba como si el mundo fuera a acabarse y él quisiera asegurarse de que su último acto fuera significativo—como instrumento de una vendetta mezquina.
Él se estaba enamorando de mí.
Podía verlo en la forma en que me miraba, como si fuera un misterio que quería pasar el resto de su vida resolviendo. Podía sentirlo en cómo sus manos temblaban ligeramente cuando tocaban mi rostro, como si no pudiera creer que esto fuera real, que yo fuera real.
Se estaba enamorando de la versión real y desastrosa de mí—la chica con libros de latinajos y protocolos absurdos y terror de improvisar—mientras yo había iniciado todo esto como un ejercicio de crueldad calculada disfrazada de justicia.
La culpa me atravesó como un alegato final devastador, cada palabra un bisturí abriendo capas de mi propia monstruosidad.
¿Qué clase de persona hace esto? ¿Qué clase de monstruo usa la vulnerabilidad de alguien como arma? ¿Qué clase de abogada aspirante viola tan flagrantemente los principios éticos básicos de no instrumentalizar a seres humanos?
Mi estómago se contrajo, amenazando con devolver la cerveza artesanal y todas las decisiones cuestionables de la noche.
—Tengo que irme —Las palabras salieron atropelladas, pánico disfrazado de urgencia, mi voz subiendo dos octavas.
Me aparté de él bruscamente, de la pared, del calor de su cuerpo, del olor a cedro y posibilidades peligrosas. El aire frío del Old Anchor se coló entre nosotros como veredicto inapelable.
—¿Roxana? —La confusión en su rostro fue como un puñal entre las costillas, preciso y profundo—. ¿Qué pasa? ¿Dije algo...? ¿Hice algo...?
Su mano se extendió hacia mí, buscando, y tuve que retroceder otro paso para evitar el contacto porque sabía—sabía—que si me tocaba otra vez, si sentía ese calor, colapsaría y confesaría todo y lo perdería de todos modos pero con la dignidad destrozada en el proceso.
—No, yo... —Mi mente, usualmente tan elocuente, capaz de construir argumentos complejos con tres niveles de subcláusulas, no encontraba las palabras para explicar que era una fraude. Una mentirosa. Una arquitecta de dolor emocional disfrazada de estudiante de derecho. Una persona fundamentalmente rota jugando a estar completa—. Solo... necesito irme. Ahora. Inmediatamente.
—Roxana, espera—Su voz tenía una calidad de súplica que me destruyó, pero no me detuve.
No podía.
Hui como la cobarde que era, abriéndome paso entre cuerpos sudorosos y conversaciones ajenas, dejándolo solo en medio del Old Anchor entre la música melancólica y las preguntas sin respuesta que podía sentir persiguiéndome como fantasmas.
La puerta del bar se cerró detrás de mí, y el aire frío de octubre me golpeó la cara como bofetada de realidad.