Esa noche, mi cama se convirtió en una sala de torturas diseñada meticulosamente por mi propia conciencia, cada resorte del colchón un instrumento de tortura, cada arruga de las sábanas una acusación física.
El techo era una pantalla de cine donde se proyectaba, en loop infinito sin opción de pausa, cada segundo del beso. Podía sentir todavía el fantasma de sus manos en mi rostro, el peso de su frente contra la mía, el sabor de posibilidades que nunca se materializarían porque yo las había envenenado desde el origen.
3:47 a.m. Los números rojos del reloj digital en mi mesita de noche me acusaban con su brillo constante.
3:48 a.m. Cada minuto era una eternidad separada.
3:49 a.m. El insomnio había ganado la batalla hace horas, y ahora solo quedaba la tortura.
Cerré los ojos. Error. Con los ojos cerrados, el beso era más vívido, más real, más imposible de escapar.
Los abrí. Error también. El techo me devolvía su reproducción en alta definición.
A las 4:17 a.m., cuando el insomnio había ganado la guerra decisivamente y mi cordura estaba firmando los términos de rendición incondicional, llegué a mi veredicto:
No podía tenerlo.
Simple. Absoluto. Inapelable.
No después de cómo había empezado todo. No después de usar su vulnerabilidad como arma en mi guerra personal. No merecía la forma en que me miraba—como si fuera algo precioso en lugar de algo peligroso, como si fuera un misterio hermoso que quería pasar la vida resolviendo en lugar de un problema que debía evitarse.
No merecía la honestidad en su sonrisa, la autenticidad en su torpeza, la forma en que pronunciaba mi nombre como si cada sílaba fuera importante.
No merecía nada de él.
Pero tampoco podía dejarlo a la deriva, vulnerable, confundido, creyendo que no era suficiente cuando la verdad—la verdad horrible y devastadora—era que yo no era suficiente para él.
Yo era el problema. Yo era la variable tóxica en esta ecuación. Yo era la fuente de contaminación.
Fue entonces cuando mi mente retorcida—esa máquina brillante de crear problemas disfrazados de soluciones, de transformar situaciones malas en catástrofes épicas—concibió el plan más absurdo y autodestructivo de mi carrera como estratega emocional:
Si no podía amarlo honestamente, al menos podía asegurarme de que alguien más lo hiciera.
Alguien buena. Alguien sin agendas ocultas. Alguien que no lo hubiera usado como instrumento de venganza. Alguien que mereciera su risa sin filtros y su amor por monstruos incomprendidos y sus besos que sabían a verdad.
Alguien que no fuera yo.
Me senté en la cama, el frío de las 4:17 a.m. penetrando mis huesos, y abrí mi laptop. La luz azul de la pantalla iluminó mi rostro en la oscuridad de mi habitación, dándome probablemente la apariencia de un fantasma o un villano de película contemplando su siguiente movimiento malévolo.
No estaba lejos de la verdad.
Creé un nuevo documento.