El silencio era un ruido ensordecedor.
Durante cuarenta y ocho horas, el mundo de Diego Cifuentes se había vuelto extrañamente silencioso. No había mensajes de texto con análisis legales sobre películas de serie B. No había encuentros “casuales” en la biblioteca que se sentían todo menos casuales. No había rastro de Roxana Valdés.
Y el vacío que dejó no era solo una ausencia.
Era un agujero en su pecho, una presión constante que no sabía cómo aliviar.
Se suponía que debía sentirse aliviado.
Después de todo, le había dicho: “No me busques hasta que lo hagas”.
Había puesto un ultimátum. Había trazado una línea en la arena.
Pero ahora, mirando su apartamento vacío, esa línea le parecía la decisión más estúpida de su vida.
Se levantó del sofá y empezó a caminar de un lado a otro, una energía nerviosa que no podía contener.
Se sentía como un idiota.
Le había dicho que se alejara… y ella lo había hecho.
Con una eficiencia quirúrgica que solo Roxana podía lograr.
Pero si era honesto consigo mismo, la mayor parte de la frustración no era con ella.
Era con él.
Porque había visto la herida en sus ojos.
Había sentido el temblor en su voz cuando dijo: “Estoy sola porque he mentido”.
Y en lugar de quedarse, de exigir la verdad, se había ido.
Se detuvo frente a la ventana, mirando el campus sin verlo realmente.
El problema no era que ella lo hubiera usado.
El problema era que ella creía que eso la hacía indigna de ser amada.
Y eso… eso era insoportable.
Se pasó una mano por el pelo, un gesto de pura exasperación.
Tal vez se había equivocado.
Tal vez debería haber presionado más, haber exigido la verdad en lugar de darle un espacio que ella claramente estaba usando para construir fortificaciones aún más altas.
Su teléfono vibró sobre la mesa.
Por un instante irracional, su corazón dio un salto, esperando que fuera ella.
Pero era un mensaje de un amigo, preguntando por los planes para el fin de semana.
“¿Todo bien, tío? Has estado un poco desaparecido.”
Diego tecleó una respuesta vaga.
No podía explicarle a nadie lo que pasaba, porque ni él mismo lo entendía.
¿Cómo le explicas a alguien que te estás volviendo loco por una chica que te besa como si fuera el fin del mundo y luego intenta encontrarte una novia cinco minutos después?
Se dejó caer en el sofá, el silencio de su apartamento ahora más pesado que nunca.
Se sentía impotente.
Y odiaba sentirse impotente.
Estaba acostumbrado a ser el chico que podía arreglar las cosas, el que podía encantar a cualquiera y salir de cualquier situación.
Pero con Roxana, ninguna de sus habilidades habituales parecía funcionar.
Cerró los ojos, y la imagen de su rostro en la biblioteca, justo antes de que él se fuera, apareció en su mente.
La vulnerabilidad en sus ojos.
La forma en que su voz se quebró al decir “estoy sola porque he mentido”.
Había dolor allí.
Un dolor real que él no entendía.
Y al alejarse, ¿la había ayudado… o simplemente la había dejado sola para que se enfrentara a ello?
La frustración comenzó a dar paso a una nueva emoción:
la preocupación.
Una preocupación profunda y punzante.
Tal vez no se trataba de él.
Tal vez no se trataba de su relación.
Tal vez ella estaba en problemas.
Y ese pensamiento fue el que finalmente rompió su resolución.
Al diablo con el orgullo.
Al diablo con los ultimátums.
No podía quedarse de brazos cruzados mientras ella sufría, incluso si era ella misma la que lo mantenía a distancia.
Abrió su teléfono, dispuesto a escribirle, a tragarse su orgullo y pedirle que hablaran.
Pero justo en ese momento, un nuevo mensaje apareció en el chat grupal de su clase.
Un enlace a “El Eco del Campus”.
“ESCÁNDALO EN LA FACULTAD DE DERECHO: ¿ESTUDIANTE ESTRELLA ACUSADA DE MANIPULACIÓN?”
El corazón de Diego se heló.
Hizo clic en el enlace.
Y el silencio en su apartamento fue finalmente reemplazado por el rugido de una nueva y furiosa emoción:
la rabia protectora.
Ya no importaba quién había dicho qué.
Ya no importaba si ella lo había usado o no.
Roxana estaba en problemas.
Y él no iba a dejarla sola.
Ni un segundo más.
Pero mientras se ponía la chaqueta y corría hacia la puerta, una duda lo atravesó como un cuchillo:
¿Y si ya es demasiado tarde?