Juro enamorarte

CAPÍTULO 1

Katherine James.

 

Consideraba que la mentalidad de un niño era como una esponja en medio de un fregadero. Una esponja dispuesta ha absorber fuera lo que fuera, creerlo y reproducirlo, por esta razón no me sorprendía cuando escuchaba que pequeños que solían gritar, amenazar o golpear a sus compañeros de clases, tenían padres muy similares a ellos. Esta teoría la confirme cuando comencé a crecer y los chicos comenzaron a llamar mi atención pero, sobre todo, cuando acepte que mi madre realmente desconocía los datos estadísticos y las teorías que grandes psicólogos demostraron, ella los omitía diciendo que los niños siempre merecen un toque de magia y he ahí el primero error de mi madre.

Cuando era tan solo una pequeña, mi madre me contaba sus grandes e impresionantes aventuras a los diecisiete años de edad. Sus historias eran como las historias de los cuentos de hada, no podían faltar las amigas inseparables, los chicos guapos, las mariposas al conocer al amor de tu vida y la sensación tan espectacular que te puede llegar a regalar la adolescencia. Crecí pensando que un día eso pasaría, que tendría un grupo de amigas inolvidables y saldría todas las noches a disfrutar de mi juventud, pero no fue así. Poco a poco comencé a crecer y bastó con ir a la primaria para darme cuenta que los seres humanos nos dejamos llevar por diversos factores que luego nos agrupan en categorías.

Tenía muchos defectos como todos los seres vivos, defectos en mi personalidad y más de uno en mi físico. No era que estuviera ciega, tampoco que mis ojos fueran sobresalientes como los de un búho u otro defecto realmente extraño, mi problema y la burla de muchos eran mis lentes y su grosor. Mi madre decía que era normal, algo de nacimiento que mucha gente solía tener y sabía que era así, hay personas con mayores problemas que yo y son aceptadas por todos sin cuestionarse absolutamente nada, no obstante, conmigo nunca fue así, pues un pequeño defecto dentro de mi córnea fue el martirio de muchos años .A veces hubiera deseado poder quitarlos de mi rostro, observarlos y reírme a como todos los hacían, pero sin ellos no podía ver con claridad y el chiste no se podía contar.

La primaria fue difícil de llevar, me la pasaba llorando en cada esquina del salón de clases o entre los brazos de alguna maestra que se apiadó de mí y me abrazó hasta que mi madre llegaba para llevarme a casa e intentar explicarme que todo iba a estar bien, pero nada de eso fue comparado con la adolescencia y la secundaria. La secundaria es como una prisión para adolescentes y no hablo de las largas horas que pasamos encerrados intentando comprender para qué carajos funciona el trinomio cuadrado perfecto, sino, hablo de las interacciones entre adolescentes, algo realmente difícil de sobrellevar.

Todo comenzó mi primer día de clases. Mi madre, por tradición de la familia, me inscribió en donde ha pasado la gran parte de ellos Pine View School. Ser la combinación James — Hurt tenía un gran peso sobre mis hombros, pues mis padres tenían la fama de los seres perfectos y eso incluía buenas calificaciones, buen físico, cero defectos, pero claro, todo fue así hasta que llegué yo. Así es, yo era la única de mi familia que no logró la popularidad en la secundaria y eso es algo que les contaré a mis hijos, pues en ciertos momentos me siento orgullosa de marcar una diferencia en toda la familia, luego recuerdo las humillaciones y recuerdo que quizás nunca tendré hijos.

Me rehusaba a tocar un solo ladrillo de esa institución, sabía que no vendrían cosas buenas si lo hacía, pero mi madre es el ser humano más terco del mundo y finalmente coloqué sobre la parte superior de mi cuerpo aquel suéter que mi abuela había bordado exclusivamente para mí y lo combiné con una falda café oscuro, para subir al auto de mi madre y rezar por ese día. Pocos minutos después, mi madre estacionó el auto a un lado y me observó con ilusión, suspiré, observé mis aparatos dentales libres de cualquier cosa asquerosa y bajé del auto.

Mis pasos eran lentos, mis manos sostenían mis cuadernos y mi cabello castaño y despeinado cubría mi rostro. Fue en ese instante cuando lo vi por primera vez. Él se encontraba con su espalda pegada a los casilleros y de frente a un grupo de amigos que se encontraban haciendo bromas. Su perfil era increíble, pero más increíble fue cuando su rostro se movió en mi dirección y nuestros ojos tuvieron contacto, mis pies habían dejado de moverse al igual que mi corazón y mi respiración. Su cabello era la combinación entre un castaño oscuro y ligeros reflejos chocolates, su nariz perfilada y perfecta, sus labios tan carnosos y tan rosados como el efecto que queda luego de tomar una bebida roja, sus mejillas al margen de su rostro y sus ojos dos piedras color esmeralda que resaltaban más que cualquier cosa. Su cuerpo estaba definido y probablemente por debajo de su camisa había un camino perfecto, seguro y marcado que iba directo a la gloria. Él era de ese tipo de chicos a los que yo llamaba papitas fritas: caliente, suculento y completamente delicioso.

Lo que más odiaba de los primeros días de clases, y actualmente sigo odiando, era que los maestros tenían la increíble idea de presentar a los nuevos y era en ese preciso momento cuando tras abrir mi boca me clasificaban. Caminé hasta posicionarme a un lado del maestro que asintió al yo observarlo y acomodé mis gafas.



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En el texto hay: amistad, venganza, amor y humor

Editado: 13.11.2018

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